El potencial farmacológico de plantas y hongos es desconocido por parte de la población de los países desarrollados. Acostumbrados a obtener productos farmacéuticos para tratar prácticamente cualquier dolencia, no somos conscientes de que la mayor parte de los compuestos activos de los medicamentos han sido extraídos directamente o extraídos y posteriormente modificados a partir de plantas y hongos. Uno de los mayores avances médicos fue el empleo de la penicilina, antibiótico aislado del hongo Penicillium notatum, que se estima ha salvado 200 millones de vidas desde los años 40 del siglo pasado.
Por otro lado, las personas trasplantadas y algunos enfermos de psoriasis y dermatitis atópica conocen bien la importancia de las ciclosporinas, aisladas del hongo Tolypocladium inflatum. Otra droga de uso común es el ácido salicílico, modificado a ácido acetilsalicílico por la industria farmacéutica y empleado para el tratamiento sintomático del dolor y la fiebre, entre otras dolencias. Esta sustancia activa se estudió químicamente por primera vez de un extracto de corteza del sauce blanco (Salix alba).
El conocimiento ancestral que muchas poblaciones aisladas en el planeta tienen de su biodiversidad vegetal ha sido empleado en el desarrollo industrial para la síntesis de nuevos productos farmacológicos. Con el fin de que exista la participación justa y equitativa de los beneficios que se deriven de la utilización de los recursos (plantas) y del conocimiento de los mismos (para qué se usa la planta y cómo), muchos países han firmado el Protocolo de Nagoya. Este protocolo internacional, derivado del Convenio de la Diversidad Biológica, contribuye a la conservación de la biodiversidad y la utilización sostenible de sus componentes, obligando a las industrias implicadas (farmacéuticas, madereras, químicas, etc.) a revertir parte de sus beneficios en las poblaciones cuyos integrantes han servido de informantes.