Hasta la llegada del invento de los hermanos Lumière a las islas, largas y soporíferas debieron ser las tardes en sus pueblos y ciudades. Clamaban los isleños a sus autoridades por la construcción de espacios de esparcimiento y de ocio. El cinematógrafo vino a cubrir de modo providencial esta necesidad. Fascinados tras las primeras proyecciones en el archipiélago, muy rápidamente los canarios se entregaron a la magia del cine.
La exhibición fue primero precaria e irregular y en espacios abiertos de todo tipo -plazas, alamedas o playas-, en lugares públicos preexistentes -galleras, terreros, balnearios o patios de convento desamortizados- o en pabellones portátiles levantados ex profeso al aire libre. Entre 1910 y 1930, la exhibición consiguió dar un salto espectacular en su camino hacia la consolidación definitiva como un espectáculo eminentemente popular. Justamente ese período coincide con la construcción en todos los puntos del archipiélago de los primeros recintos cerrados y estables que van a destinarse, entre otros menesteres, a las proyecciones cinematográficas. Se inaugura en abril de 1912, gracias a la visión de Ramón Baudet, el nuevo Parque Recreativo, local que terminará convirtiéndose en el primer recinto de espectáculos de la ciudad y que contó con sesiones de cine de forma regular y constante. Ese mismo año, el empresario Manuel Velázquez, abrió las puertas del Salón Novedades. En La Laguna comenzaron a funcionar el Parque Viana y el Teatro Leal. En La Orotava, el Teatro Municipal y en Las Palmas de Gran Canaria, se procedió a la reconstrucción del Teatro-Circo Cuyás y a la apertura del Teatro-Circo del Puerto, el Pabellón Colón y el Cine Doré. Hasta el advenimiento del cine sonoro, todos estos nuevos espacios mantuvieron su naturaleza polivalente programando no sólo cine, sino también toda clase de espectáculos, festejos y actos públicos. El cine sonoro se implanta definitivamente en Canarias a finales de 1932 marcando la consolidación de este como el espectáculo más popular entre la población del archipiélago y desplazando a otro tipo de atracciones. El golpe militar de 1936 fue un hecho dramático para todos. Pocas horas después del levantamiento los insurrectos obligaron a los propietarios a cerrar sus locales, convirtiendo a algunos en cárceles improvisadas. Después llegó la posguerra, azules las camisas, negras las sotanas y, en esta sociedad amortajada, el cine se convirtió en un soplo de aire fresco, una puerta abierta al sueño y a la imaginación. La oscuridad de las salas además, brindó a los espectadores la oportunidad de abrir grietas en la rígida moral imperante en la sociedad franquista, desarrollando actividades igualmente lúdicas y maravillosas en las últimas filas de los locales cinematográficos. La publicidad, con sus afiches, carteles y programas de mano, prolongaba la ilusión de evasión más allá de las sesiones cinematográficas. La impresión de esta clase de material promocional terminó desapareciendo en 1973, cuando las campañas publicitarias de las películas comenzaron a ser difundidas por otros medios, como la prensa, la radio y la televisión.
Hasta 1978 el cine en España sufrió una doble censura: política y eclesiástica. Se reprimía la disidencia ideológica y moral. La publicidad cinematográfica debía ser cautelosa. Todo se vetaba. Los personajes debían en todo momento guardar la debida compostura y, por esta razón, siempre que fue necesario se retocaron cuerpos y vestimentas demasiados sugestivos. Se retiraron carteles de las fachadas, se taparon a brochazos escotes y piernas.
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