La publicidad cinematográfica

lunes 21 de abril de 2014 - 13:36 CEST

Los programas de cine eran pura publicidad y, al cabo del tiempo, material ansiado por coleccionistas. El hechizo del cine, ahora en soledad, podía prolongarse lejos de la oscuridad de las salas. Era entonces cuando los sueños dormían cautivos en pequeñas cajas de zapatos, cofres de tesoros inimaginables, celosamente guardados. Objeto de búsqueda e intercambio, pequeños trozos de papel manoseados insistentemente, con los que rememorar lo ya visto y experimentado, eran invitación, pero también recuerdo.

Como cualquier otro material publicitario, los programas de mano nacieron casi con el mismo cine. Los pioneros construyeron una industria alrededor de los filmes y, desde un primer momento, tomaron conciencia de la importancia que tenía dar a conocer sus productos. Junto a las propias imágenes sugeridas por las películas nacieron otras, paralelas y autónomas, sin cuyo apoyo el cine difícilmente hubiera podido sobrevivir. Los lanzamientos publicitarios creados por los estudios, las distribuidoras o las propias salas de cine, aprovechándose de los más diversos medios, se constituyeron en «imprescindibles creaciones de la industria cinematográfica que fortalecieron y expandieron por todo el mundo sus iconos, ideas y mensajes» propagando por doquier un imaginario colectivo que no sólo estaba fuera de la misma película, sino que, incluso, podía funcionar sin ella. La prensa primero, después la radio y, mucho más tarde, la televisión, se convirtieron en canales de apoyo y difusión de los próximos estrenos cinematográficos. Todo el esfuerzo se encaminaba a un único objetivo: seducir a los espectadores para atraerlos hipnotizados hasta la oscuridad de las salas. Y para conseguirlo se desencadenaba una torrencial riada de estímulos visuales y sonoros durante las semanas previas al estreno de una película. Los carteles que anunciaban el acontecimiento, inundaban las ciudades con sus imágenes sugerentes y sus eslóganes llamativos. Los muros, las vallas y los vehículos de toda clase y condición se empapelaban con reclamos icónicos que movilizaban a fans y espectadores. Las fachadas de los cines se engalanaban con lobby cards y con bellos murales pintados ex profeso y, durante las sesiones previas, los tráilers condensaban en apenas tres minutos el cóctel de emociones prometidas. Los medios de comunicación escritos y sonoros sostenían las campañas con entrevistas preparadas, con cuñas radiofónicas y bandas sonoras, con las fotografías de los idealizados e inalcanzables protagonistas. Sin embargo, el bombardeo no terminaba con la proyección. Había que fidelizar a los consumidores, mantener la reparadora ensoñación más allá del último parpadeo del proyector y, la industria del cine, explotó para ello un merchandising salvaje, normalmente en soporte papel, cuyo objetivo era mantener el interés y la curiosidad por las películas todo el tiempo que fuera posible. En esa clave hay que entender la aparición en el mercado desde novelizaciones de filmes, revistas de cine y biografías de las estrellas más admiradas, hasta las tarjetas actores, almanaques, pegatinas, cromos, abanicos y recortables.

«Es seguro que muchos recuerdan todavía la recogida conjunta de la localidad y el programa a la entrada del cine. El acto tenía mucho de rito ceremonial, semejante al de otros espectáculos como el teatro y la ópera (…) El programa dotaba a este nuevo espectáculo de cierto tono operístico y de una aparente mayor categoría social. El cine, más cercano en sus inicios a la barraca ferial y al circo que a cualquier otro medio de comunicación social, intentaba, también en el ritual parecerse a las más nobles artes decimonónicas.»

(Roberto Sánchez López)