La redacción de un Manifiesto surrealista en una pequeña isla de provincias supone un hito en la historia general del movimiento, cuyo afán de internacionalización no encontró cobijo en ninguna capital española. Refleja, además, el ambiente de cohesión y camaradería que caracterizó a «la generación que amaneció en Canarias con La Rosa de los vientos», como la definió Agustín Espinosa.
EL MANIFIESTO SURREALISTA DE TENERIFE
Consecuencia evidente de la estancia de André Breton, Benjamin Péret y Jacqueline Lamba en Tenerife, el Manifiesto demuestra, además de la incorporación de los poetas insulares a lo que ellos mismos denominaron la «cruzada surrealista», una perfecta asimilación de sus dos principios fundamentales: «transformar el mundo y cambiar la vida». Con la idea del «surrealismo al servicio de la revolución», el Manifiesto se plantea las relaciones entre la creatividad y la sociedad, entre las necesidades colectivas y la libertad del individuo, y sostiene que la necesaria acción social no debe condicionar la naturaleza del arte, inconcebible sin la intervención del subconsciente.
Desde esta perspectiva, y rechazando de pleno la figuración, la búsqueda de un «mito colectivo» y la defensa del «contenido latente» –aspectos esenciales en la filosofía surrealista que los canarios conocen a la perfección–se convierten en los pilares de una revolución poética alejada de un arte utilitario.
Los firmantes del texto – Agustín Espinosa, Pedro García Cabrera, Domingo López Torres, Domingo Pérez Minik y Eduardo Westerdahl, además de André Breton y Benjamin Péret– realizan un diagnóstico crítico y combativo del panorama cultural de su época y reivindican una nueva concepción de la poesía –entendida como cualquier forma de creación artística–, generando un debate que sigue siendo actual.
Con la redacción de este Manifiesto y la organización de las actividades que lo rodearon comprendieron que el movimiento liderado por Breton no es un ismo más y que trasciende, como aventura personal y colectiva, el concepto de «vanguardia».
Se trata, por lo tanto, de un Manifiesto combativo y rotundo, que concluye con estas vehementes proclamas:
Contra la guerra, como una solución que tiene el capitalismo para resolver sus contradicciones económicas y sociales.
Contra el fascismo, forma política que toma la clase burguesa en la última etapa de su derrumbamiento definitivo.
Contra la patria, que divide a los hombres, enfrentándolos como enemigos, en el asesinato de la fraternidad humana.
Contra la religión, tiránica espiritual y económica, puesta al servicio de los explotadores para dilatar la llegada de una nueva hora colectiva.
Contra el arte de propaganda, puesto al servicio de cualquier idea política. El arte tiene revolucionariamente una misión que cumplir dentro de sí mismo.
Contra la indiferencia política y la inercia social de los escritores que contribuyen a esclavizar el hombre, sin tomar posiciones para su liberación.
Contra todo arte de resurrección de valores muertos, los neos y demás motes con que se encubre una indigencia doctrinal.
No es difícil suponer que estas posiciones tan arriesgadas influyeron decisivamente en los funestos destinos de sus firmantes después de la Guerra. Lo indudable es que en pocos lugares del mundo se ha producido esta apropiación del surrealismo como propuesta de libertad.
Fotografía superior de Eduardo Westerdahl.