Isla Surrealista

TENERIFE, LA ISLA SURREALISTA

En la historia internacional del movimiento surrealista, Tenerife ocupa un lugar de primer orden, hecho sobradamente conocido fuera de nuestras fronteras pero, paradójicamente, todavía descuidado en la mayoría de los panoramas críticos realizados en España. Lo cierto es que, de todo el territorio nacional, la isla fue el único lugar en el que se entendió el surrealismo como una forma de vida y no como una vanguardia más. Mientras en los manuales al uso se sigue hablando de Alberti, Aleixandre o Lorca como representantes del “surrealismo español”, se olvida o desconoce que fue en esta pequeña isla donde un activo grupo de poetas y ensayistas propició una aventura colectiva que situó a Canarias en el centro del movimiento más sólido y revulsivo de esa hora rupturista.

La figura de Óscar Domínguez, desde París, fue determinante para generar una fascinación que discurrió en dos direcciones: el pintor logró que André Breton soñara con nuestros paisajes y que nuestros autores se adentraran en las alcantarillas del subconsciente. Mientras el poeta francés evocaba desde la imaginación las playas de arena negra, fragmentos de Crimen, de Agustín Espinosa, y Romanticismo y cuenta nueva y Enigma del invitado, de Emeterio Gutiérrez Albelo, iban apareciendo en la prensa local. Domingo López Torres y Pedro García Cabrera redactaron dos obras capitales -Lo imprevisto y Dársena con despertadores, respectivamente- inéditas hasta los años 80 a causa de la Guerra civil. Domingo Pérez Minik y José Antonio Rojas se sumaron con entusiasmo a esta fiebre renovadora.

La revista Gaceta de Arte actuó como agente dinamizador: realizó cuidadas ediciones de estas obras y organizó la visita a Tenerife de André Breton, Jacqueline Lamba y Benjamin Péret en mayo de 1935.

En este contexto de auténtica efervescencia, la llegada de los visitantes franceses agitó el ambiente cultural insular y redefinió nuestro paisaje: el mar de nubes, el Teide, el milenario drago, el malpaís y el Jardín Botánico se convirtieron en emblemas de la «belleza convulsiva» y todas estas vivencias se recogieron en El amor loco, de André Breton. Por su parte, los anfitriones insulares hablaban de «la primavera surrealista» y recibieron a los viajeros con un fervor tal que su presencia en Tenerife se convirtió en una fiesta de la poesía, la subversión y la amistad.
Se organizó una Exposición internacional con obras de Yves Tanguy, Remedios Varo, Giorgio de Chirico, René Magritte, Max Ernst, Hans Bellmer y otras figuras fundamentales del movimiento que fue completamente incomprendida.

Se planeó una exhibición de La Edad de Oro, de Luis Buñuel, una película para la que tampoco estaba preparada la sociedad tinerfeña y que, tras un airado intercambio de escritos en la prensa, acabó proyectándose para un pequeño círculo de personas.

Contra viento y marea, nuestros poetas se afanaron por esparcir estos nuevos aires de libertad. La redacción de un Manifiesto confirma, en fin, que la relación de Tenerife con el surrealismo no fue una moda circunstancial, sino una adhesión consciente que dio lugar a obras que, aún hoy, siguen constituyendo páginas de oro en nuestra historia cultural.

Fotografía superior de Eduardo Westerdahl.