La tradición literaria griega proporciona una información contradictoria sobre la civilización egipcia. Las biografías de algunos de los intelectuales que forjaron los fundamentos sociales y culturales de la sociedad helénica les atribuyen un periodo de formación en Egipto: a Solón, el legislador que redactó la constitución de Atenas; a Pitágoras, el creador de sus matemáticas; a Platón, uno de sus grandes filósofos; a Hipócrates, que estructuró la práctica médica. Fueran ciertas o no las estancias formativas, este tópico literario muestra una admiración indudable hacia la ciencia egipcia y, por extensión, hacia la sociedad que la creó y los sacerdotes que la perpetuaron. Sin embargo, otros aspectos les resultaban extraños, hasta el punto de que la descripción de Heródoto del modo de vida egipcio ha sido considerada por los antropólogos como el ejemplo más antiguo del reconocimiento de la existencia del Otro: los egipcios actuarían, según él, exactamente al contrario que «nosotros». Geógrafos e historiadores dejaron narraciones detalladas de sus estancias en el país que proporcionaban informaciones muy vivas sobre los habitantes del Valle del Nilo y acontecimientos históricos relacionados –siempre– con los propios griegos: Náucratis (la más conocida colonia helénica en Egipto), la participación de mercenarios helenos en las disputas de las dinastías locales o la conquista macedónica. Desafortunadamente, solo una parte mínima de esa producción ha llegado hasta nuestros días.
Por su parte, los autores latinos tendieron a enfatizar la imagen negativa. El recelo hacia Alejandría y la cultura helenística que esta representaba, el desprecio hacia los últimos gobernantes de la Dinastía Lágida, incluida Cleopatra VII y su hijo Cesarión, el rechazo a la religión egipcia, que se estaba introduciendo en todas las clases de la sociedad romana desde la crisis de la República, provocaron entre la elite letrada de la Urbs una percepción muy negativa de todo lo procedente del Valle del Nilo. El traslado de obeliscos a Roma se convirtió en el símbolo de su dominio sobre la antigua civilización, ya vencida.
Sin embargo, los numerosos seguidores de los cultos isíacos, extendidos por todas las regiones del Mediterráneo, implicaron una recepción positiva de la tradición egipcia, aunque filtrada a través de la mentalidad y las inquietudes soteriológicas de los fieles. Estos desarrollaron la costumbre devocional de importar objetos egipcios, sobre todo en la península itálica por disponer de más recursos, pero también en el resto del Imperio. Con ellos celebraban los cultos y recreaban en los santuarios públicos y privados el paisaje original en que se desarrollaban los mitos de la diosa a la que veneraban. Estas reliquias resultaron de una importancia fundamental para el conocimiento de la civilización egipcia cuando fueron descubiertas en las búsquedas de materiales antiguos entre las ruinas romanas a partir del Renacimiento.