FECHA: 27/03/2019
AUTORA NATACHA AGUILAR DE SOTO
Investigadora Ramón y Cajal.Grupo de Investigación en Biodiversidad, Ecología Marina y Conservación Universidad de La Laguna
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No es morse, aunque lo parece al ser un código de temporalidad precisa, sino cosas de comunicación grupal del mayor animal con dientes del globo terráqueo: Moby Dick, el cachalote. Estos sonidos me llegan desde las profundidades a través de unos auriculares cuyo cable serpentea a través del RV Bligh, un buque de investigación irlandés de 100 metros de eslora que arrastra por la popa otro cable grueso, esta vez de 200 metros, que lleva en su extremo un hidrófono para realizar un muestreo acústico de cetáceos. Los cachalotes tienen una vida simple, bucean de media 40 minutos usando la ecolocalización para encontrar presas en profundidades de hasta 2.000 metros, luego ascienden, descansan 10 minutos aboyados antes de volver a cazar. Mientras escucho, observo la mar desde la cubierta superior en busca del soplo que acompañará la llegada del gigante a la superficie. Dentro de unas horas toca largar otro aparato por la popa, así que también toca recobrar el hidrófono; lo que haré cantando con los marineros filipinos y rusos del Bligh, mientras tiramos al unísono de ese cable que se resiste a salir del agua. Soy la única mujer a bordo y me siento mimada por todos mientras hago el trabajo; probablemente, mi sonrisa les recuerda a las mujeres, hermanas, madres o hijas que dejaron en su país hace ya demasiados meses, y trae alegría entre olas de recuerdos. Nunca sentí discriminación en los barcos por mi feminidad, o en todo caso fue positiva, pues quizá se me permitían cosas que a otros se les habrían prohibido, como quedarme en lo más alto del buque en una tempestad, para no marearme y sí ver delfines volando espumas.
El cachalote es el gran perdedor en la carrera de velocidad de los barcos que cruzan las aguas de Canarias; a medida que se ha incrementado el tráfico marino y su velocidad, lo han hecho también las colisiones que traen a las islas cuerpos con golpes o cortes de hélices, proas afiladas o en bulbo. Pudieron sobrevivir una caza despiadada a nivel mundial, que hasta entrados los años 60 mataba a más de 25.000 cachalotes al año, con records de hasta 75.000. La gran “ballena de esperma” que con su aceite iluminó y engrasó la revolución industrial, desde relojes de muñeca a maquinarias, lámparas y faros en costas remotas. Ahora, tras 33 años desde la prohibición de su caza en 1985, aún no parece que se hayan recuperado sus poblaciones. Esto se debe probablemente a una combinación de factores. En Canarias, uno de los pocos lugares del Atlántico Norte con cachalotes todo el año, destaca la mortandad directa creada por colisiones con buques de tráfico interinsular o internacional; las víctimas son mayoritariamente hembras y jóvenes, más abundantes que los machos en esta zona reproductora.
Cuando terminé Biología Marina y quise estudiar cetáceos era la única mujer en un departamento de buceadores. El apoyo de Alberto Brito, mi maestro Jedi en conservación marina, fue la llave mágica con la que poco a poco abrí puertas. Coincidió esta época con el inicio del cambio de los ferris de modelo tradicional al super rápido, pero mis informes sobre el peligro de colisión que esto conllevaba para la gran riqueza de cetáceos de Canarias, cayeron en saco roto. Hubiera sido el momento de establecer otro modelo de tráfico marino, que respetara la singularidad faunística del archipiélago, como en Galápagos o Hawaii. No creo que no se me escuchara por ser mujer, sino por mi juventud, y porque otro investigador más senior proponía alternativas: sistemas de hidrófonos fondeados para detectar los cetáceos, de tan alto coste en nuestros canales interinsulares de hasta 3.000 metros de profundidad, que aún hoy en día no han sido implementados, y los cachalotes y otros cetáceos son rutinariamente atropellados.
En el departamento hay ahora muchas mujeres. Algunas aún se toparon, en fechas sorprendentemente recientes, con obstáculos inadmisibles en una sociedad moderna para combinar la maternidad con la investigación: desde becas duramente competidas que no esperaran al final de una baja maternal, hasta tener que llevar a los bebés a muestrear pues no había apoyo para las horas extra que la investigación exige. Está requiriendo un enorme esfuerzo institucional y social el construir puentes que igualen y aúnen a hombres y mujeres en los derechos de ambos a tener hijos y en las oportunidades de llegar a lo más alto de la investigación y la academia. Se requiere también un esfuerzo realmente serio para proteger a la naturaleza, la otra gran madre olvidada a pesar de su esencialidad omniprescente.
Los cachalotes no solo son bonitos, su papel ecológico es tan masivo como sus cuerpos. Actúan, entre otras cosas, como vectores de movilización de nutrientes entre las profundidades oceánicas donde comen y las aguas superficiales donde defecan. Con ello favorecen la multiplicación planctónica, lo que a su vez contribuye a regular el clima, al ser el plancton el mayor fijador de carbono del planeta. Los volúmenes de nutrientes movilizados por el más de un millón de cachalotes que surcaba los mares antes de la época ballenera eran ingentes. No hace falta saber morse para entender que el bienestar de las madres en general, y la madre singular, es la piedra clave en el arco de la supervivencia de las especies. Para conseguirlo, solo es necesario decodificar la inercia de nuestra sociedad y redirigir su comportamiento hacia proas más felices.