FECHA: 30/11/2018
AUTOR RICARDO BORGESCatedrático de Farmacología de la Universidad de La Laguna
La Ciencia se basa en dudar primero, comprobar luego, afirmar y concluir después con nuevas dudas que nos vuelve a poner en iteración. En ese devenir de continua puesta en entredicho consiste buena parte de la labor del científico; algo que se extiende al mundo de la Medicina. Es así, y no de otra manera, como se ha producido el espectacular avance que esta ciencia ha experimentado en siglo y medio.Cuando estudiaba la carrera, nos suspendían un examen si hablábamos bien de los efectos beneficiosos del pescado azul, del vino tinto o del café. En Farmacología, un alumno recibía igual calificación si afirmaba que los beta-bloqueantes (unos fármacos que reducen ciertas acciones de la adrenalina) podían utilizarse en un paciente con insuficiencia cardiaca. Hoy, los beneficios de las grasas procedentes del pescado azul, del resveratrol del vino tinto, de la neuroprotección de la cafeína, están aceptados. Igual ocurre con uno de los tratamientos actuales de la insuficiencia cardiaca, paradójicamente los beta-bloqueantes.
Uno puede tener una idea feliz, supongamos beber mucha agua con miel y limón. Podemos argumentar que la miel es un producto natural que aporta nutrientes esenciales y el limón es una fuente de compuestos antioxidantes. El agua ayuda a eliminar “toxinas” y a mantener una hidratación excelente, ya que hay quien afirma que los humanos estamos crónicamente deshidratados. Estos argumentos nos pueden parecer lógicos e incontestables, pero la aparente lógica y la realidad no siempre van de la mano.
Situar un nuevo concepto o verificar una teoría (puede ser un nuevo fármaco, una nueva prótesis, una estrategia diagnóstica) en Medicina, es todo menos fácil y barato. La contribución de nuestro país con fármacos realmente nuevos en los últimos años puede contarse con los dedos de una mano y sobran dedos. El esfuerzo intelectual, la carga de trabajo y el dinero empleado, son descomunales; con demasiada frecuencia un nuevo y prometedor tratamiento ha de ser abandonado si su balance riesgo/beneficio no lo justifica.
Pero vayamos a las pseudoterapias y a las ideas felices. Nuestra agua con miel y limón le va fenomenal a doña Isidora (una vieja amiga de la familia) y nos sentimos no sólo contentos sino que, ratificados en nuestra idea, ya queremos repetir en más personas de nuestro entorno, incluso en nosotros mismos. Nuestra terapia va ganando adeptos, sobre todo si espoleamos nuestras apreciaciones con un título terapéutico como: “Hidroterapia melocítrica” o mejor ‘Melus citricum hydro’ –o MCH–. Pronto descubriremos que un buen envase y un precio elevado contribuyen sin duda a la percepción positiva. Ya en el prospecto que acompaña al MCH indicamos que mejora el estado de ánimo, contribuye a mejorar la digestión y los dolores reumáticos y que está especialmente indicado para los “problemas del hígado”. Igualmente, unido a una dieta adecuada el MCH contribuye a reducir el colesterol y los problemas cardiovasculares derivados del mismo.
Ahora reflexionemos: alguien que está dispuesto a pagar por un tratamiento con MCH, experimentará sin duda mejoras en mucho de lo alegado, básicamente porque resulta difícil evaluar objetivamente el estado de ánimo, la digestión o los dolores. Por otro lado, tomar agua con limón y miel de seguro que quitan algo el hambre que, unido a la dieta, mejorarán nuestro perfil lipídico. Todo ello, sin contar con el efecto placebo del MCH.Algo tan pueril como lo que acabo de relatar es el responsable del éxito de la mayor parte de los productos que hallamos en las farmacias, y no digamos en parafarmacias y herbolarios, antes de llegar al mostrador. En los últimos 20 años he visto, al menos, dos pulseras milagrosas, plantillas con imanes, polvos misteriosos pretendidamente científicos, cremas frío/calor para la celulitis, aguas imantadas, el magnesio, la aromaterapia, …
Igualmente, surgen teorías de lo más variopinto cuya base “lógica” está tan sustentada como la del MCH. Así, se condena a la leche dado que los humanos somos los únicos mamíferos superiores que la consumimos en la edad adulta (quizás con la notable excepción de mi gato). También que la melatonina y la hormona de crecimiento no se liberan por nuestro cerebro adulto y hemos de administrarla (eso sí, siempre provenientes de “fuentes naturales”).
¿Qué hace el científico? Pues dudar primero, comprobar luego, afirmar después y para concluir con nuevas dudas que vuelven a entrar en iteración, pero de entrada dudar y comprobar. Hace mucho tiempo que la eficacia de una terapia se sustenta en pruebas (es la mal traducida como “Medicina basada en la evidencia”). Podemos abordar el estudio de la eficacia del MCH de varias maneras, pero la más segura sería hacer un estudio de comparación con algo desprovisto de las cualidades del MCH pero indistinguible del mismo por el paciente y por quien se lo administra. A eso se le llama un estudio doble ciego frente a placebo. Mejor aún si nuestra investigación se lleva a cabo en diversos centros (multicéntrico); mejor si la elección de incluir a un paciente en un grupo MCH o placebo es aleatorio y sobre todo si se lleva a cabo en un número de personas similares en edad, sexo, raza, tratamientos previos, enfermedades de base… suficientemente alto que excluya la aparición de sesgos. Si aún queremos hacer las cosas bien, el estudio debería pasar por un comité de ética y sus conclusiones ser analizadas por expertos y avaladas por una publicación científica. Todo ello, como se intuye, algo más serio que la opinión manifestada por doña Isidora.
Si todo esto se llevase a cabo, probablemente el MCH y casi todo lo que encontramos en los sugerentes mostradores de los dispensadores de salud, antes mencionados, no estarían allí. La aplicación del método científico haría que tampoco duren en el tiempo muchas de las ideas felices. Sin embargo, jamás deberíamos permitir que nuestra mente dejase de tener ideas, en ello se basa el avance. Pero nunca hay que dejar de lado dudar primero, comprobar luego, afirmar después.
Las terapias alternativas pueden ser inocuas si no se altera la terapia estándar o deletéreas si se trata de sustituir un tratamiento de eficacia establecida por uno “milagro”. El paciente puede obrar según su criterio y escoger entre uno y otro, pero no se puede engañar haciéndolo comulgar con nuestra fe.
Hacer Ciencia requiere pasión pero no fe ciega y el científico ha de ser capaz de cambiar sus teorías si los datos indican lo contrario. No hacerlo y mantener nuestras creencias va contra la verdad y entraría en el capítulo religioso cuya valoración hoy no viene al caso. Si las pulseras milagrosas pasaron (y no tenían efectos adversos fuera del estético) es de pensar que lo único que se opone a la desaparición de las flores de Bach, la homeopatía, los curanderos, las “energías positivas” es la fe. Pero eso, como dije, quedará para otro día.