FECHA: 27/09/2019
AUTORES RODRIGO DELGADO SALVADOR Y LUCAS M. PEREIRA CASTRIOTAAula Cultural CassiopeiaUniversidad de La Laguna
Desde sus orígenes, el ser humano ha sentido el irrefrenable deseo de viajar más allá de los límites de lo conocido, expandiéndolos cada vez más. Tal ha sido su ambición que incluso antes de explorar toda la Tierra ya tenía la vista fijada en el firmamento: el espacio, la última frontera.
Sin embargo, pronto descubrimos que “viajar por el hiperespacio no es dar un paseo por el campo”, como ya dijo Han Solo hace mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana (Star Wars: A New Hope – 1977).
La tecnología necesaria para abandonar nuestra agradable atmósfera va mucho más allá de la de las antiguas carabelas con cohetes que veíamos en Treasure Planet (El planeta del tesoro – 2002). Muchos son los peligros a los que hemos de enfrentarnos cuando viajamos por el espacio. Como ya aprendimos con la película Gravity (2013), hasta un pequeño tornillo que orbite alrededor de nuestro planeta, digamos, a una altura de 400 kilómetros, podría suponer el fin de una misión espacial que llevara décadas preparándose.
Sin duda, por todos es conocido que el aire es lo primero que echaríamos en falta al viajar por el espacio; pero la vida en nuestro planeta existe también gracias a otros beneficios que la Tierra nos aporta y que a menudo olvidamos, como la protección frente a la intensa radiación solar gracias a su campo magnético. Sí, la Tierra tiene un escudo de rayos a su alrededor y el generador se halla bajo nuestros pies, a unos 3000 km por debajo, de hecho. Hablamos del núcleo de la Tierra, tal y como vimos en la película The Core (2003), compuesto aproximadamente de un 80% de hierro, un 10% de níquel y el restante 10% de elementos ligeros como el oxígeno o el azufre, acompañados de otros metales pesados como pueden ser el oro o el platino. La rotación de este núcleo crea un enorme campo magnético que envuelve a la Tierra y la protege del viento solar y demás radiación proveniente del espacio, enviando las partículas cargadas hacia los polos norte y sur, donde se transforman en preciosas auroras.
Además de permitirnos respirar y servirnos de pantalla para el espectáculo de luces de las auroras, la atmósfera cumple otra importante misión: regula la temperatura de la Tierra. Por un lado, los rayos solares quedan atrapados por los gases del efecto invernadero, como el vapor de agua o el dióxido de carbono, lo cual ayuda a mantener la temperatura del planeta minimizando la diferencia de temperaturas entre el día y la noche. Por otro lado, nos protege de la radiación del Sol que no resultaría benigna para nuestros cuerpos. El episodio “El fin del mundo” (2005) de la serie británica Doctor Who pone en valor esta función al mostrarnos cómo la tripulación de la estación espacial Platform One es calcinada inmediatamente cuando los filtros de radiación solar de sus ventanas se desactivan. Podemos decir que la atmósfera es también el termostato de la Tierra, el cual hemos aprendido a manipular por las malas.
Otra gran olvidada es la gravedad, y en Wall·e (2008) nos explican muy bien por qué es tan importante. En esta película de futuro distópico, los seres humanos a bordo de la nave espacial Axiom muestran un serio problema de pérdida de masa ósea; es decir, sus huesos se han deteriorado por la falta de gravedad, lo que les impide algo tan simple como es ponerse en pie y les hace absolutamente dependientes de las sillas flotantes en las que se mueven de un lado a otro. Quizás lo realmente terrorífico aquí no sea el efecto de la microgravedad, sino lo aparentemente conformes que parecen todos con su nueva realidad hasta el momento en que reparan en ella. Es entonces cuando el capitán, caído de su silla, logra alzarse sobre sus piernas, no sin dificultad, mientras suenan los famosos cinco acordes con los que comienza 2001: A Space Oddysey (2001: una odisea en el espacio – 1968). Y es que hablando de esta película podemos responder a otra pregunta: ¿cómo simulamos la gravedad en el espacio?
La respuesta se halla en la olla loca, la atracción de feria de forma circular en la que nos pegamos a las paredes, resultando imposible volver al centro debido a la altísima velocidad con la que gira. Hablando en términos científicos, entramos en el campo de la mecánica newtoniana, pues esto es un efecto de lo que conocemos como aceleración centrífuga. Las naves espaciales Endurance, de Interstellar (2014), y Hermes, de The Martian (Marte – 2015), así como la Discovery I, pilotada por el superordenador HAL 9 000 en 2001: A Space Oddysey fueron diseñadas utilizando el mismo principio físico que la olla loca: si nos situamos en el interior de un cuerpo rotante, la fuerza centrífuga nos empujará hacia el borde del disco y, si hay una pared allí y la velocidad de giro es la necesaria, nos convertiremos en peatones del muro de la muerte, acrobacia que realizan pilotos de bicicletas, motocicletas e incluso automóviles en la que la pared no se mueve, pero sí lo hacen ellos y a tan alta velocidad que se produce el mismo efecto, lo que les permite desplazarse por la pared circular del recinto sin caer.
Con el tiempo, la humanidad se lanzará a explorar el Universo. Primero llegamos a la Luna y pronto pondremos rumbo a Marte, pero, una vez allí, volveremos la vista atrás hacia esa diminuta canica azul en el firmamento y añoraremos el planeta que nos vio nacer como especie y que tan bien nos ha cuidado.