El Antropoceno. ¿Una nueva época?

 

 

José Manuel de Cózar Escalante

Universidad de La Laguna

 

La mayoría de las personas no sabe qué responder a la pregunta sobre la época geológica en la que nos encontramos. También desconoce cuándo comenzó. Pues bien, oficialmente continuamos en el Holoceno, que tuvo su inicio hace unos 11.700 años y que coincide, a grandes rasgos, con los asentamientos humanos permanentes, la agricultura y la ganadería, asociadas a un clima más benigno que el que le precedió.

Todavía menos personas han oído hablar del Antropoceno, la época del ser humano. Es una propuesta efectuada por una comisión de geólogos para sustituir al Holoceno. Aún no ha sido aceptada oficialmente (y tal vez nunca lo sea).

Además de para los geólogos, evidentemente, ¿qué interés puede tener la propuesta de una nueva época geológica? Hay quienes encuentran atractivo saber de ciencia –en este caso, de geología– ya sea por curiosidad o por amor al conocimiento en sí mismo. Sin embargo, en general nos sentimos más atraídos por una escala temporal menos extensa, más cercana al lapso en el que transcurre la existencia individual de los seres humanos, o todo lo más, a nuestros antepasados y la generación que seguirá a la nuestra. Si la historia de la humanidad ya produce vértigo, la geológica parece desbordarnos por completo. Justamente, una de las ideas que vienen de la mano del Antropoceno es que la historia del planeta y la de la humanidad se han entrelazado de manera inextricable: los seres humanos han adquirido tanto poder tecnológico que con sus acciones están cambiando irreversiblemente el curso de la historia planetaria por entero: sus ciclos biogeoquímicos, su morfología, la biodiversidad y hasta el clima de la Tierra.

De entre todas las propuestas de inicio del Antropoceno, la que más fuerza ha cobrado es la de fijarlo justo tras la Segunda Guerra Mundial, coincidiendo con las pruebas nucleares en la atmósfera y la llamada “gran aceleración”. Pero lo principal de la propuesta del Antropoceno es que va mucho más allá de una discusión especializada entre geólogos. De ahí que vaya ganando popularidad desde que el término comenzara a difundirse a comienzos de siglo, sobre todo de la mano del Nobel de química, Paul Crutzen, recientemente fallecido. Se ha iniciado un apasionante debate que trasciende las fronteras científicas: afecta a los expertos en geología y en el clima de la Tierra, pero también a la comunidad científica casi al completo, incluidas las ciencias biológicas, las sociales y las humanidades. La razón de ello es que está en juego una nueva comprensión de las interacciones entre nuestra especie y la naturaleza, de la que formamos parte, aunque a menudo nos olvidemos de ello. Somos cada vez más conscientes de las interdependencias entre los seres vivos, el planeta y nosotros. Aumenta nuestra conciencia de nuestra responsabilidad con el planeta, si bien esa responsabilidad no se encuentra equitativamente repartida ni entre estados ni entre individuos. El mismo término “Antropoceno” se halla en entredicho. Se le critica que meta en un mismo saco –el de nuestra especie–  las acciones y responsabilidades tan dispares de los individuos en lugares y hasta épocas distintas, personas que a menudo poseen capacidades de actuación muy desiguales. No hace falta repetir, en este sentido, que la huella ecológica de un millonario en Estados Unidos es muchas veces superior a la de un campesino pakistaní, por poner un sencillo ejemplo. Por otro lado, desde el punto de vista histórico, la revolución industrial supuso que los países occidentales se aprovecharan de los combustibles fósiles para su desarrollo, mientras que ahora esos mismos países piden restricciones al resto.

El concepto de Antropoceno proporciona una imprescindible dimensión temporal al pensamiento globalizador, que es ante todo espacial. Necesitamos una perspectiva histórica suficiente para darnos cuenta de qué implican nuestras acciones, no solo en el corto plazo.  Además, el Antropoceno nos permite reunificar en un solo concepto, más amplio que el de cambio climático, lo que parecen ser en primera instancia fenómenos muy heterogéneos y desconectados entre sí: la contaminación de tierras, aguas y atmósfera (como los tristemente famosos microplásticos), las alteraciones de ciclos tan importantes como los del nitrógeno, la sexta extinción masiva de especies, el aumento de la intensidad y cantidad de fenómenos atmosféricos adversos, la subida del nivel del mar, la pérdida de calidad de las aguas, la deforestación, la destrucción de grandes extensiones de terreno fértil por el aumento incesante de las ciudades y de todas las infraestructuras propias de la “civilización”, y un largo etcétera.

El Antropoceno está repleto de paradojas: nos percatamos del tremendo impacto de las actividades humanas en la naturaleza precisamente para darnos cuenta de que el planeta “reacciona” con procesos naturales desestabilizados, y lo hace de una manera que parece poner en peligro nuestro control de la situación. Asimismo, se habla del fin de la naturaleza debido a las repercusiones de la acción de nuestra especie incluso en el último rincón del globo, al tiempo que reconocemos el poder de la naturaleza para ponernos las cosas difíciles. En definitiva, la historia humana y la natural, durante mucho tiempo separadas por la ciencia, se mezclan de nuevo gracias a esa misma ciencia.

Las discusiones sobre el Antropoceno facilitan un punto de encuentro entre las disciplinas e igual de interesante, de los expertos con la sociedad. De hecho, el debate, que hasta ahora ha sido de índole exclusivamente científica y académica, comienza a sobrepasar dichos ámbitos para alcanzar una creciente popularidad en los medios a nivel internacional. Se desconoce si la propuesta será aprobada finalmente por la comunidad de geólogos. Con independencia de su significado puramente técnico, el Antropoceno nos ofrece una plataforma idónea para intentar comprender mejor nuestras vinculaciones con el planeta y nuestra responsabilidad ante su estado presente y futuro. También para elegir los cauces de acción que debemos tomar por el bien de todos los seres vivientes que lo pueblan, incluida, naturalmente, una problemática y atribulada humanidad.