FECHA: 27/03/2019
REDACCIÓN M. R. HERNÁNDEZ BORGESILUSTRACIÓN CARLA GARRIDO
Departamento de Historia y Filosofía de la Ciencia, la Educación y el Lenguaje. Universidad de La Laguna.
No soy optimista sobre la naturaleza humana. No creo que seamos especialmente racionales, ni muy virtuosos, ni empáticos, ni profundamente solidarios, tampoco creo que persigamos la justicia, ni que, en línea kantiana, tomemos a los otros como fines y no como medios. Considero que, por pereza cognitiva, no nos preocupa llegar a los mejores juicios, ni revisar y cambiar nuestras creencias cuando hay suficiente evidencia en contra.
No creo que tengamos un ansia especial de conocimiento. No soy optimista sobre la naturaleza humana. Pero no es una cuestión de optimismo, sino de eficacia y de necesidad de invertir nuestros recursos de la mejor forma posible mientras estemos vivos. Aunque extraña, la metáfora económica puede servir.
Siempre he tenido mucha curiosidad por conocer cómo funcionamos, por qué pensamos lo que pensamos y por qué actuamos como lo hacemos. No dudamos de la verdad de la mayoría de nuestras creencias, aunque en muchas ocasiones no podamos explicar en qué se fundamentan. Como señaló Charles Sanders Peirce en su obra de 1877 “La fijación de la creencia”, la duda es desagradable y ese desagrado nos motiva a buscar una respuesta, a iniciar una investigación del tipo que sea. A pesar de Descartes, la duda no se puede fingir ni constituirse en método. Ser un dogmático es creer más de lo que podemos fundamentar, mientras que creer menos es ser un escéptico (así, al menos, lo afirmaba Jesús Mosterín en “Racionalidad y acción humana”). Lo difícil es ser un crítico, creer solo aquello que se fundamenta en buenas razones o estar dispuesto siempre a modificar nuestras creencias cuando hay buenas razones para hacerlo.
La actitud crítica contradice la naturaleza de la mayoría de nosotros porque estar dispuesto a renunciar a nuestras creencias, nuestro más preciado bien, el que nos permite seguir actuando en el mundo con cierta seguridad, no es fácil. Peter Wason mostró que si tenemos cuatro cartas donde aparecen por una cara A, K, 2 y 7 y se les pregunta a los sujetos qué cartas tendrían que girar para saber si es cierta la regla “Si hay una A en un lado de la carta, en el otro hay un 2”, las respuestas más probables eran las cartas A y 2. Pocos creían que el 7 era relevante. Pero del 7 depende ser un crítico y pensar qué caso falsaría la regla. Si giramos el 7 y al otro lado hay una A la regla sería falsa. Y lo peor de todo es que es muy probable que quien esté leyendo esto, aunque dedique un tiempo a pensar sobre el problema, no entienda la solución. Si es su caso, no se preocupe, solo indica que es un humano y que ser un crítico, especialmente cuando nuestro razonamiento trata con elementos abstractos (números y letras), no es fácil.
Un caso más reciente nos lo relata Daniel Kahneman en la charla que impartió cuando le concedieron el premio Nobel en 2002. Un bate y una pelota cuestan 1.10 euros. El bate cuesta un euro más que la pelota, ¿cuánto cuesta la pelota? Probablemente, la primera respuesta que se le ocurra sea 0.10 euros. Esa es una respuesta previsible, pero incorrecta. Si alguien lo resuelve matemáticamente delante de usted, podría seguir sin ‘ver’ la respuesta, aunque tenga que aceptar la solución al problema dada su resolución matemática. La intuición nos hace llegar a una conclusión que sentimos como ‘clara y distinta’, al modo cartesiano, pero sin la certeza que el autor del “Discurso del método” suponía. La certeza intuitiva se vive como irrefutable y en muchas ocasiones ni siquiera nos hemos dado cuenta de que hemos dejado de ser racionales para caer en un engaño de la mente. Pero eso solo indica que somos humanos.
¿Estos límites de la razón indican que estamos influenciados por emociones, sentimientos, pasiones que debemos expurgar de nuestros asuntos más importantes para no errar en ellos? Contrariando a la mayoría de los pensadores, la emoción está aquí para quedarse. Se piensa que la emoción está implicada en fenómenos irracionales como el autoengaño (cuando nuestra creencia contradice la mejor evidencia), la debilidad de la voluntad (cuando se actúa en contra del mejor juicio) o el pensamiento desiderativo (el caso de la fábula de Esopo en el que una zorra, tras intentar infructuosamente alcanzar unas apetecibles uvas, cambia su deseo ‘porque están verdes’). Sin embargo, en otras muchas ocasiones, la emoción nos ayuda a elegir entre opciones posibles en condiciones donde tenemos que emitir un juicio o realizar una acción rápida y eficazmente. Si hacemos caso al neurólogo Antonio Damasio, nuestras experiencias vienen acompañadas de emociones positivas o negativas que marcan nuestro cuerpo. Esa “marca” sirve de señal de alarma o de reclamo en situaciones futuras, de tal forma que nos aproximaremos a las opciones que han sido positivas en el pasado y nos alejaremos de las que nos han perjudicado. No necesitamos buscar información exhaustiva sobre la situación, ni evaluar los pros y los contras antes de tomar una decisión, actuamos llevados por nuestras experiencias pasadas. Las marcas positivas pueden ser ocasionadas por recompensas, señales de aprobación, resultados exitosos, besos y abrazos, y muchas otras cosas. Las marcas negativas pueden ser formas de castigo sutiles (o no tan sutiles), reproches, fracasos, una ceja levantada y una nariz arrugada mostrando asco social (desprecio).
Nuestros hábitos, la defensa de nuestras creencias pasadas, las determinaciones sociales y culturales, no ayudan a la hora de superar viejas formas de pensar y de actuar. Reproducimos estereotipos, seguimos acríticamente la posición mayoritaria, tomamos atajos erróneos cuando resolvemos problemas y no somos conscientes de haberlo hecho. Pero sabemos que somos así y, porque lo sabemos, podemos estar atentos. Es el conocimiento que tenemos sobre los humanos lo que nos permite ser críticos, no fiarnos de nuestras primeras impresiones, prestar atención a las maneras sutiles en las que las formas no racionales de pensar se nos cuelan. Estar atentos y aplicar el conocimiento que tenemos sobre nosotros mismos nos permite ser eficaces, resolver adecuadamente muchos problemas importantes e invertir nuestros recursos cognitivos y afectivos de la mejor forma posible mientras estemos vivos.
Por cierto, mi nombre es María Rosario y llevo treinta años dedicándome a la Filosofía, y muchos menos al Diseño. Me dedico al conocimiento, a lo que nos hace mejores. Si este texto no estuviera publicado en una revista dedicada a la mujer y la ciencia, sería fácil que usted creyera que estaba escrito por un hombre, un profesor de psicología tal vez. Si es así, estaba activando un estereotipo.