FECHA: 27/03/2019
Javier Peláez
Primero llegaba el Descubrimiento, casi siempre de la mano de marinos o comerciantes ávidos por encontrar nuevas rutas y tierras para sus mercancías. Más tarde, la Conquista. Caballeros, soldados y guerreros disputan el control de esa tierra a los pueblos que originalmente la habitaban. Finalmente, la fase de Exploración. Naturalistas y científicos se adentran en sus rincones para entender los insólitos territorios, para descubrir fascinados su amplia diversidad. Tres etapas que, de manera inevitable, se han sucedido históricamente para incorporar cualquier recodo de nuestro ancho mundo a lo que quedamos en denominar civilización. Colón, Pizarro, Humboldt. Descubridores, conquistadores, exploradores.
Con el tiempo, y la llegada de diferentes incentivos políticos, sociales o económicos, aparecerá una cuarta categoría que también ocupará un papel crucial en el pleno conocimiento de nuestro mundo, los viajeros. Durante todo el siglo XIX, una abigarrada mezcla de personajes se lanza a recorrer millas, desprovistos del afán económico de los descubridores, sin el ansia de poder de los conquistadores, aunque sí con un sutil toque explorador. El ideal romántico de la época, especialmente entre británicos, empuja a escapar de la creciente industrialización, grisácea y tiznada, a liberarse de los cada vez más abarrotados núcleos urbanos, en definitiva, a la búsqueda de nuevos paisajes, más bucólicos, más limpios, menos contaminados. En apenas unas décadas se publicaron cientos y cientos de libros de viajes. Las editoriales hacían su agosto con los relatos llegados de exóticas islas, de tribus ocultas en el África oscura, textos poblados por sugerentes nativas, exuberantes selvas y curiosas costumbres.
No todo era igual, algo había cambiado. Las tres primeras etapas fueron, tradicionalmente, asunto propio de hombres… viajar, simplemente viajar y deleitarse con la travesía, era algo que también parecía al alcance de algunas mujeres. Pocas pudieron permitirse ese lujo. La estricta disciplina del XIX, una recatada y moralista sociedad victoriana y la ausencia de total libertad para las mujeres, impedían a cualquier jovencita decente salir a la aventura. Pero siempre hubo rebeldes, personalidades arrolladoras que cortaron el corsé de lo establecido y procuraron ver con sus ojos más allá de lo que otros se empeñaban en ponerles delante.
Canarias fue siempre un destino predilecto para los ingleses. Tradicionalmente, con aviesas intenciones, militares y corsarios arribaron a las costas del archipiélago en busca de botín o control estratégico, pero el XIX traía ahora otro tipo de visitantes. Las islas se convirtieron en objetivo escogido por un inglés de clase alta que se deleitaba con el favorable clima, ascendía anonadado por los desérticos paisajes del Pico Teide o se confundía entre los paisanos del escarpado valle de la Orotava. Y mujeres… una sorprendente cantidad de intrépidas viajeras recaló en nuestras costas, en un número tan elevado que cuesta imaginarse cómo las hemos olvidado tan fácilmente.
Elizabeth Heaphy de Murray
Hija de artistas, la joven Elizabeth desarrolló pronto unas buenas dotes para la pintura. Su llegada a Canarias en el verano de 1850 iba a legarnos un sinfín de óleos, acuarelas y dibujos retratando, con especial acierto, las gentes y costumbres de los habitantes de las islas de mediados de siglo. Pasó media vida viajando, pero pocas cosas pudo encontrar en sus travesías que la impresionaran más que la vista del Pico Teide, mientras el vapor Hibernia se acercaba al puerto:
“La atmósfera es clara, suave y agradable a la vista, persuadida por esa suave luz en que cada objeto se ve con una claridad y profundidad de color que impresiona su imagen con tal viveza en la mente que la imaginación puede en cualquier momento recordar sus principales características. Quien tenga la oportunidad de contemplar el Pico Teide en toda su magnitud, jamás podrá olvidar un espectáculo igual en cualquier otra parte del mundo”
Olivia Stones
En 1883 llegaría la más popular y cuidadosa viajera británica, Olivia Stones. Publicó una gran obra titulada “Tenerife y sus seis satélites», dos volúmenes completos repletos de detalles fascinantes de la vida en Canarias, con especial atención a sus regiones más apartadas. La británica recorrió la mayoría de zonas rurales y por su firme apuesta por la conservación y cuidado de la naturaleza fue una adelantada a su tiempo.
Nadie antes había prestado tanta atención a los pueblos del archipiélago. La mayoría de viajeros pocas veces se apartaban de los centros urbanos de La Laguna o el Puerto de la Cruz, ella se arremangó y describió sus aldeas y habitantes, como nadie había hecho antes.
Anna Brassey
A pesar de ser pioneras en la floreciente moda de viajar por el mundo, la mayoría de ellas lo hacía en compañía de sus padres o maridos, y siempre en posesión de cartas de recomendación, dirigidas al cónsul de las islas, para que las ayudara en caso de necesidad. Para la gran escritora y artista Anna Brassey, este último requisito no suponía gran dificultad puesto que ella misma ostentaba el título de Baronesa. En su célebre viaje alrededor del mundo a bordo de su yate privado Sunbeam, recaló en Tenerife para intentar emular las hazañas de la señora Hammond, una escocesa que en 1815 se había convertido en la primera mujer en ascender el Pico Teide. Paradójicamente, la relativa libertad que la baronesa disfrutaba en sus viajes no se aplicaba a su noble indumentaria y, por culpa de sus aparatosas blusas y faldas largas, Brassey no consiguió llevar a cabo la ascensión.
Marianne North
El siglo XIX propagó con celeridad nuevas invenciones y tecnologías. La fotografía hacía furor y los viajeros la incorporaron pronto como añadido a sus textos de aventuras. No obstante, la pintura seguía siendo el método más utilizado para representar todo lo observable durante el viaje. La más eficaz y prolífica artista que arribó a nuestras costas fue Marianne North. Sus acuarelas describen docenas de especies autóctonas. Dragos, buganvilias, cactus, retamas y tajinastes canarios decoran hoy la Galería del célebre Jardín botánico de Kew Gardens, en Londres.
Las hermanas Du Cane
La insípida portada blanca con letras doradas no permite anticipar el apabullante colorido y bello contenido del interior. En su obra “The Canary Islands” las hermanas Florence Du Cane, a la pluma, y Ella Du Cane, al pincel, describen los pintorescos rincones de las islas a principios del siglo XX. Una obra repleta de acuarelas con balcones, patios canarios, paisajes en flor que, junto a los textos y descripciones, nos ofrecen un vistazo al pasado de nuestra tierra.