FECHA: 30/10/20
David Caparros-Ruiz/
Centre for Research in Agricultural Genomics (CRAG)/
Consortium CSIC-IRTA-UAB-UB/
En la segunda mitad del siglo XVII, Europa conoció al más espectacular y glamouroso de los monarcas; Louis XIV, el rey Sol. A pesar de vivir en la abundancia, su vida fue un constante transcurrir de enfermedades. A los 9 años sufrió la viruela y, siendo aún menor de edad, fue operado de un tumor de mama. A los 18, con el fervor de las hormonas, el Rey ya era preso de la gonorrea y a los 19 padeció unas fiebres muy severas, producto de una intoxicación que bien pudo ser provocada para asesinarlo. Sin embargo, y a pesar de que recibió la extremaunción, el Rey sobrevivió. Al año siguiente, sufrió unas fiebres tifoideas severas, motivo por el cual se quedó calvo y tuvo que poner de moda el uso de extravagantes pelucas. A los 29, le extirparon una fístula anal y a los 45, ya no tenía dientes. Además, a lo largo de toda su vida, el Rey sufrió constantes problemas intestinales, disentería, cálculos de vejiga, gota… Y finalmente, el 1 de septiembre de 1715, a cuatro días para cumplir 77 años, el Rey moría en el Palacio de Versalles víctima de una gangrena.
Para la plebe francesa que vivió durante su reinado, sin embargo, alcanzar los 20 años de edad era más una cuestión de probabilidad que de certeza, porque uno de cada dos franceses moría antes de llegar a los 20. Los aristócratas, por su lado, si les respetaba la viruela, bien podían superar los 70 años. ¿Qué tendrían, pues, los aristócratas para vivir más que la plebe? En aquella época, ni la plebe ni la aristocracia tenían unos estándares muy modernos de higiene y respecto a la medicina, es evidente que solo los aristócratas podían disponer de médicos, pero visto con el tiempo, hoy podríamos afirmar que disponer de médicos para que aplicaran purgas y sangrías no era precisamente una ventaja.
Entonces, si la higiene y la biomedicina no eran características suficientes que pudieran explicar la razón por la que los aristócratas vivían más que la plebe, ¿qué razón habría para explicar semejante diferencia? Pues una de las razones más importantes era porque la aristocracia comía. Y comía bien. Por la mesa de Louis XIV podían pasar 80 platos, todos refinados; entrantes, carnes, pescados, vinos, postres y delicatessen de todo tipo, como sus adorados guisantes. El Rey y la aristocracia comían bien. La plebe, no. Esta situación tan dispar ha sido, de hecho, una constante universal en la historia de la humanidad; los ricos siempre han comido.
A principios del siglo XX, por ejemplo, en Catalunya, la dieta mediterránea era más bien pobre. Un catalán del interior no tenía ni idea de lo que era el arroz. Era, como mucho, un producto exótico. Y los productos, además, si no eran exóticos, eran prohibitivos: un kilo de pan costaba el equivalente actual de unos 15-20 euros. Sin embargo, solo 100 años después, en nuestros días, el acceso a la alimentación ha cambiado radicalmente. Hoy podemos ir a un supermercado y rodearnos de decenas de variedades de tomates o de manzanas, muchas de ellas accesibles a todo el mundo porque su precio ronda 1 euro el kilo. ¿Qué ha pasado, pues, para que ahora la plebe dispongamos de una abundancia y variedad de alimentación como nunca antes? Una de las razones más importantes son los grandes avances tecnológicos que hemos incorporado en la agricultura. Sin estos avances, hoy sería imposible producir los alimentos que consumimos en la actualidad. Alimentos, todos ellos, modificados por el ser humano. Desde que la humanidad devino sedentaria, por la invención de la agricultura, ha dejado progresivamente de alimentarse de plantas “naturales”, por el hecho de que las ha ido manipulando a conveniencia. El tomate que produjo la naturaleza, sin intervención humana, no es más grande que una aceituna y es más duro que una piedra. Por tanto, la humanidad ha ido modificando las plantas a través de miles de años de domesticación y de la mejora genética dirigida que llegó gracias a las leyes de Mendel y Darwin a mediados del siglo XIX.
A mediados del siglo XX, el mundo vivió unos avances tecnológicos de extraordinaria magnitud. El descubrimiento de la estructura del ADN abrió la puerta a la ingeniería genética y a la biotecnología modernas. Y con el aumento de tecnología en la agricultura, el aumento del rendimiento de los cultivos fue sencillamente espectacular. El caso del maíz, por ejemplo, ha sido increíble: a principio de los años sesenta del siglo XX, en el mundo se producían alrededor de 200 millones de toneladas de maíz y para ello se requería un campo equivalente a unos 100 millones de hectáreas (el tamaño de Francia y Alemania juntas). Hoy en día, en el planeta se producen más de 1.000 millones de toneladas de maíz, pero para producirlas se necesita una superficie inferior a 200 millones de hectáreas. Es decir, en medio siglo, aplicar tecnología a la agricultura ha permitido producir 5 veces más maíz aumentando solamente el campo de cultivo en menos de 2 veces. Este hecho ha comportado también una tremenda optimización de elementos esenciales de primera necesidad como el agua dulce. A menor superficie cultivada, menor cantidad de agua a utilizar. De hecho, sin el aporte tecnológico no tendríamos suficiente agua dulce (ni espacio) en el planeta para producir las cantidades de alimento que se producen actualmente. Y considerando que la población mundial no para de aumentar, la necesidad de dotarnos de una agricultura cada vez más eficiente es un aspecto de primera necesidad.
La historia ha demostrado que la aristocracia nunca necesitó aplicar tecnología a la agricultura para comer. Y en la actualidad, aunque la tecnología aplicada a la agricultura pasa por una época de mala fama (basta con mencionar las plantas transgénicas), sería prudente no olvidar que los grandes beneficiarios de la transformación tecnológica de la agricultura hemos sido los que no somos ni duques ni marqueses.