David Fuentefría Rodríguez
Universidad de La Laguna
En el segundo final, tras la muerte del tiempo y del espacio, y de la fusión de las mentes de toda la humanidad con una inteligencia artificial devenida en ente cósmico, este resuelve por fin el problema de la reversión de la entropía: “¡Hágase la luz!”, clama. Y la luz se hizo. Así concluía “La última pregunta”, el estremecedor cuento de Isaac Asimov en torno al origen del Universo, situado unánimemente en el podio de su producción de relatos cortos.
Corría el año 1956, una era dorada para la ciencia-ficción cinematográfica en países como Estados Unidos y Japón (acaso por compartir algunos motivos comunes), y que en la Unión Soviética conoció mieles idénticas a lo largo de las décadas siguientes. Cuestiones como las abordadas en “La humanidad en peligro”, “Sobre el globo plateado”, pasando por “Los misterianos”, la carrera espacial, los peligros del átomo, los avances en robótica o las posibles respuestas a nuestras soledades (las interiores y las planetarias), abonaron el terreno para la especulación en un género popular que, desde sus orígenes, había contado con una base literaria imprescindible, principalmente europea y americana. Desde distintas épocas, Wells, Verne, Gibson, Bradbury, Lem, K. Dick, Le Guin o Bioy Casares, supieron trascender, como un estigmatizado Palmer Eldritch, la dura capa de sus realidades materiales para diseñar cosmogonías posibles, futuros proyectados o metafísicas florecientes.
Quizá solo unas pocas mentes de textura legendaria, como la de Aelita, la reina del planeta rojo según Protazánov, o la de Avanti Planetaros, explorador coetáneo en el orbe cinematográfico danés, pudieron intuir que el cine que alumbró a estos personajes evolucionaría también, durante los siguientes 100 años, proponiendo sus propias últimas preguntas conforme avanzaba la ciencia y la tecnología. Tal vez, incluso, imaginaran que las películas abandonarían algún día cualquier esfera hipotética para convertirse en la antesala documental de todos los futuros barajables. En algún punto intermedio del trayecto, sin embargo, entre “El Anacronópete” de nuestro olvidado Enrique Gaspar -que para desplazarse extraía el tiempo de la atmósfera-, y el hecho fehaciente de que ninguna película se ha empleado aún a fondo en recordar que el viaje en el tiempo también implica viaje en el espacio, la sucesión de preguntas parece haberse ralentizado, si no interrumpido abiertamente, merced al advenimiento de la Era Digital.
Mientras la literatura continúa evolucionando hacia subgéneros nuevos como el hopepunk, con la Era Digital; ni el átomo, ni sus alternativas, ni la robótica, ni sobre todo las respuestas a nuestras soledades, han vuelto a vivir la misma gran proyección en el cine que antaño lo hizo brillar, aunque sí lo hayan hecho, en otros ámbitos, sus -con frecuencia insufribles- interpretaciones políticas.
La Era Digital ha difuminado, también en el aspecto técnico, la línea que separa el hoy del mañana, y la ciencia ficción cinematográfica de la tecnología puntera real. No parece existir nada que no esté ya a la vuelta de la esquina, y el género oscila entre la revisión de tropos y mitos clásicos (desde la platónica “Matrix”, filme seminal), y un mañana inmediato que ya tiende a deparar cada vez menos visiones demiúrgicas sobre nuestras esencias a eones de distancia, y más retos incipientes como el transhumanismo, las cimas factibles de la desigualdad o la geopolítica que nos viene, cuestiones que resume bien una serie como la magnífica (y en el fondo muy británica) “Years and years”.
Las fantasías que hemos visto sobre realidad virtual o caos cuántico predicen efectos futuros en la misma medida en que prescriben sobre los experimentos de ayer por la tarde. El alcance a cualquier escala de esas tecnológicas que hoy mantienen a 30.000 empleados en nómina monitorizando contenidos –y dictando, por tanto, qué es el bien y qué el mal-; nuestras defensas filosóficas ante el monstruo del Big Data (para Harari, la religión del futuro), o los replicantes, que ya no tendrán el rostro de Sean Young sino que se replicarán a sí mismos para que podamos colonizar otros planetas, como la aventura de Michio Kaku, son debates que ya no preexisten, sino que existen o se hallan en procesos avanzados de desarrollo.
De todo ello, aunque sea a medio gas, continuará dando cuenta el cine próximo, cuya ciencia tendremos más al alcance de la mano y cuya ficción nos seguirá subyugando, entre la conjetura narrativa y el perfeccionamiento plástico. Al menos hasta que se produzca la predicha singularidad de Kurzweil, que, en torno a 2045, según el visionario tecnólogo, fijará la hibridación definitiva entre la inteligencia humana y la artificial, con lo que “La última pregunta” de Asimov dejará de ser simplemente un gran relato, para comenzar (o completar, según se mire) el bucle anunciado en sus páginas.