viernes 30 de noviembre de 2018 – 00:00 GMT+0000Compartir
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Las islas son lugares especiales para la conservación, especialmente las oceánicas (volcánicas) pero también las que derivan del aislamiento de porciones del continente (land-bridge islands, en su acepción inglesa). Su principal característica es contar con pocas especies o, mejor dicho, con menos especies por unidad de superficie que una zona equiparable del continente más cercano. Eso se debe simplemente a que…es difícil llegar hasta una isla.
Bien mirado es como acertar por suerte en una chistera puesta boca abajo lanzando cartas de una baraja al aire. Muchas especies simplemente nunca llegan hasta allí porque no tienen buenos medios de dispersión. La pobreza viene más al parecer por esta vía que porque las que llegan se extingan de manera natural. El registro fósil existente –en ocasiones bueno- no apunta hacia esta posibilidad. No sólo hay pocas especies sino que además pueden faltar grupos zoológicos o botánicos completos. Por tanto, las islas cuentan con comunidades idiosincráticas. Eso sí, las pocas especies que aciertan a dar con las islas, sobre todo con islas grandes, tienen ante sí un mundo por explotar, libre de competidores y muchas veces de depredadores también. Esta baja competencia lleva a que las densidades de la fauna isleña sean mucho mayores que las densidades que encontraríamos en el continente. De hecho, a los ornitólogos isleños les parece que las zonas continentales no tienen apenas aves, cuando van allí de visita. Las altas densidades, sin embargo, llevan a una fuerte competición entre individuos de la misma especie, lo cual se soluciona mediante la ampliación del nicho trófico. En otras palabras, el que era fontanero al llegar a la isla acaba haciendo sus chapuzas como carpintero o albañil, aprovechando que no hay esos especialistas en las islas. De algo así se quejan también los humanos que viven en islas: no terminas de encontrar un fontanero de verdad cuando lo necesitas, pero sí mil aficionados dispuestos a hacer pequeñas chapuzas. Debido a efectos de deriva genética (cambios al azar en las frecuencias de los genes en una población) causados por los eventos fundacionales en las colonizaciones de islas (ya que sólo una porción al azar de los genes de la población continental llegan a la isla) y también debido al bajo flujo genético con otras poblaciones, las faunas (y las floras) isleñas tienden rápidamente a la diferenciación. También deben influir mecanismos más directos relacionados con el estrés de llegar a un nuevo ambiente cargado de novedades. Los genes saltarines posiblemente se pongan en marcha y los mecanismos epigéneticos posiblemente tengan también algo que decir. Pero todo esto está aún por dilucidar. A resultas de todo ello, las faunas y floras isleñas tienen altos porcentajes de endemicidad. De nuevo, mayores que los de las faunas continentales equivalentes.
Es fácil imaginar que la llegada del ser humano a un espacio pequeño, pobre y lleno de especies propias puede introducir muchos cambios. Y así ha sido a través de la historia, archipiélago tras archipiélago a lo largo y ancho del mundo. Muchas especies isleñas endémicas llenan los libros dedicados a especies extintas durante los últimos siglos. Se podría decir que la extinción de vertebrados ha sido hasta hace poco un fenómeno fundamentalmente isleño. Recientemente, el papel del ser humano se ha invertido como portador de novedades a las islas, que han aumentado su diversidad local enormemente, aunque no la regional ni la tasa de recambio de especies entre islas de un mismo archipiélago.
Sin embargo, no todas las especies se extinguen con la llegada de nuestra especie. Las hay que se ven beneficiadas por las actividades agrosilvopastoreales tradicionales. Pero muchas veces han de cambiar sus hábitos para persistir. Casos de este estilo abundan, aunque a menudo nos pasan desapercibidos porque los confundimos con características singulares de las poblaciones isleñas. Por ejemplo, las pardelas pichonetas (“estapagao”) que crían en zonas escarpadas de laurisilva y fayal-brezal de Tenerife y La Palma sobre todo, no lo hacen porque prefieran ese hábitat a las zonas costeras sino porque es ahí donde han podido sobrevivir a la actividad humana depredadora ejercida durante siglos (y aún hoy en día, ilegalmente).
Hay casos similares de otras pardelas en islas del Pacífico que ocupan los bosques más inaccesibles llegando a la aberrante situación de tener que trepar (los pollos) a los árboles para poder iniciar el vuelo. Con eso sobran ya más palabras.Otro ejemplo de la influencia humana es el de las focas monje, habitantes originalmente de playas continentales que acabaron refugiadas en islas y más aún en cuevas de los acantilados de islas (es decir, doblemente refugiadas). Ahora se plantea con buen criterio su translocación a playas protegidas de Fuerteventura y el siguiente paso debiera ser que acabasen de vuelta en playas protegidas continentales.
Más madera. Las rapaces isleñas suelen criar en acantilados, mientras que esas mismas especies crían en árboles en el continente. Los árboles son más vulnerables a la perturbación humana, así que las rapaces isleñas se encastillan para protegerse. Es el caso de las águilas pescadoras o de las águilas calzadas y el buitre negro en Mallorca. Si imaginamos un proceso de selección, sólo las rapaces de características temerosas que criaban en esos sitios remotos, sobrevivieron y pasaron sus genes hasta hoy. Con la ausencia de persecución las cosas están empezando a cambiar hoy en día en ese sentido.
Finalmente, para no hacerme pesado, citaré un último ejemplo. Es el caso de los alimoches canarios (guirres) que sólo persisten donde se ha mantenido la actividad ganadera humana. Pasa también en las islas Baleares donde los alimoches pueblan la isla de las vacas y el queso mahonés (Menorca) y están ausentes en la vecina Mallorca. Eso sí, los guirres crían en sus castillos de las paredes y no sólo porque ahora estén en islas semi-desiertas. Otras especies asociadas al ganado (cuervos, chovas) van también siguiendo en gran medida el devenir de la ganadería. Sin querer, nuestra actividad hace y deshace comunidades. Desde el Neolítico al menos (si no antes), podríamos decir que en la estructuración de las comunidades isleñas ha tenido más peso el factor humano que los factores ecológicos. Un detalle que se nos pasa a menudo por alto por no tener en cuenta que todo lo que vemos hoy tiene su explicación en el pasado.
REDACCIÓN ALEJANDRO MARTÍNEZ ABRAINILUSTRACIÓN EDUARDO PUYOL
Archivado en: Revista HipótesisEtiquetas: Número 1, Artículo, Energía, Biodiversidad y Medio Ambiente, Alejandro Martínez Abrain, Universidad de A Coruña
Actualmente es profesor titular de la Universidad de A Coruña en el Área de Ecología y antes fue miembro investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Sus líneas de investigación se basan en el estudio de las dinámicas de pequeñas poblaciones de especies amenazadas, ecología de la conservación de vertebrados evolutivamente informada, las consecuencias ecológicas de los cambios de uso del suelo y de los cambios socio-económicos o el papel del ser humano como agente de selección.
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