10 de mayo de 2022 – 00:00 GMT+0000Compartir
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¿Y la vida? ¿Cuándo surgió? ¿Cómo y por qué? ¿En qué momento y en respuesta a qué proceso causal la interacción de todos esos componentes materiales, capaces de agitarse sin restricciones en una inmensa cama redonda, dio lugar a algo nuevo sin dejar de ser ellos mismos? Los ladrillos materiales estaban ahí, aunque aún no tengamos claro de dónde habían salido. De la misma forma, desconocemos los detalles del guión que siguieron en su aventura evolutiva, aunque no nos cueste mucho esfuerzo aceptar que formamos parte de ella. Cada vez que se plantean estas cuestiones hay un intento de ponerse de acuerdo acerca de en qué consiste eso que llamamos «vida», y cuya comprensión ha estado siempre en los fundamentos de todo el edificio científico que ha tratado de explicar la naturaleza. Por ello, la evolución de las diferentes definiciones de «vida» ha ido en paralelo a la evolución del propio conocimiento biológico. A pesar de las discrepancias y de las dificultades para alcanzar un consenso al respecto, todos los intentos de definición suelen hacer referencia a las condiciones fisicoquímicas requeridas para que el fenómeno de la vida pudiera emerger, a los constituyentes moleculares que lo caracterizan –tal vez imprescindibles para su manifestación en el planeta Tierra–, y a los procesos evolutivos que provocan la organización de la materia orgánica en las primeras y mínimas formas de vida autónoma.
Si el debate se produce en el ámbito de la filosofía de la ciencia, se llega fácilmente a la conclusión de que el intento tiene poco sentido, y que sin la existencia de una sólida teoría científica constituye un ejercicio inútil. En cualquier caso, parece haber un alto grado de consenso en identificar una serie de características que están presentes en esas manifestaciones biológicas que denominamos «seres vivos», y que diferenciamos de la materia inanimada. Y ello a pesar de que los componentes básicos –desde los constituyentes elementales hasta los más complejos– son los mismos, y que incluso las leyes por las cuales interaccionan y reaccionan no son diferentes en esos dos escenarios del mundo manifiesto. Dejando a un lado la salvedad de los virus, esos entes algo fantasmagóricos que conviven con nosotros, nos parasitan y nos ayudan a evolucionar, los seres vivos estamos constituidos por células; al menos, por una, y habitualmente por muchas en buena armonía. Separado su medio interno del exterior por una estructura molecular flexible y capaz de controlar la información con el entorno –una lámina hecha de lípidos–, han alcanzado la autonomía gracias, precisamente, a que la asociación, supuestamente aleatoria, de los compuestos químicos que nadan en la sopa primitiva dio lugar a moléculas más complejas y con nuevas propiedades de interacción. Con lo que el encapsulamiento de una organización molecular con notable afición al roce, durante extensos períodos de tiempo y con la capacidad de autocontrolar los sucesos que se producían en su medio interno, fue añadiendo elementos al sistema, cada vez con nuevas potencialidades.
Sin que la fecha y el orden de los acontecimientos resulten fáciles de deslindar, aquellas primeras estructuras, que estaban aprendiendo a desarrollarse como sencillos organismos autónomos, comenzaron a obtener energía por medio de reacciones químicas capaces de transformar la luz solar, empleándola en la síntesis de nuevas y más complejas moléculas biológicas que, a su vez, podían ser degradadas y utilizarse a sí mismas en la fábrica metabólica primitiva. Era previsible que, en algún momento, la cama redonda produjese algo más, y eso fue la capacidad de reproducirse mediante la síntesis de moléculas autorreplicables, generando una información en forma de código genético, que además les permitían transmitir las características estructurales y organizativas a sus descendientes. Mientras en el interior se desarrollaban estos planes, en la frontera se establecía un riguroso mecanismo de selección que permitía incorporar unas sustancias al interior y excluir otras, regular sus interacciones, proporcionarles la energía metabólica necesaria, y utilizar las variaciones en el medio ambiente gracias a un delicado sistema de detección y respuesta. El proceso no se consiguió en dos días, sino, al parecer, tras muchos millones de años –si utilizamos una terminología para medir el tiempo seguramente incomprensible para nuestros primitivos antepasados celulares–. Sin saberlo, estos ya estaban dotados de autonomía para intercambiar material y energía con el entorno, recibir señales del exterior y generar respuestas, adaptarse a las variaciones ambientales y controlar cuidadosamente lo que sucedía tras sus fronteras, incluyendo sus ciclos de nacimiento, crecimiento y reproducción.
Una clara dificultad para establecer con precisión el origen de la vida –lo que va asociado al carácter elusivo de su definición– radica en que algunas de sus características observables presentan analogías importantes con los sistemas electrónicos de control, mientras que otras parecen emerger de un ambiente caótico, carente inicialmente de controles digitales. En cualquier caso, desde el punto de vista de la biología de sistemas, es posible identificar diferentes grupos de componentes moleculares con la capacidad de interaccionar entre ellos y llevar a cabo funciones específicas sujetas a un amplio espectro de mecanismos de control. Ejemplos de las más básicas podrían incluir la catálisis de las reacciones químicas primitivas y la dirección de los procesos metabólicos, la síntesis de proteínas a partir de la información almacenada en los ácidos nucleicos, la obtención y utilización de energía, o la capacidad de replicar los ácidos nucleicos con objeto de que la información genética se transmita a la generación siguiente.
Pueden identificarse otros muchos, pero lo relevante es que versiones primitivas de estos sistemas probablemente hayan constituido las primeras unidades vitales en forma de compartimentos celulares encapsulados, capaces de mantener las interacciones esenciales entre sus componentes. Teóricamente, la identificación del proceso a partir del cual estos sistemas primitivos fueron capaces de emerger espontáneamente, en el caso de que se dieran las condiciones mínimas para ello, podría proporcionar el momento exacto del origen de la vida sobre la Tierra. Para que ello ocurriese fue necesario que los componentes moleculares básicos interaccionaran y crecieran en complejidad, provocando la evolución química de las moléculas orgánicas, ensamblándose y dando lugar a otras progresivamente más complejas. A medida que las estructuras macromoleculares se fueron organizando en sistemas capaces de catalizar y dirigir las vías metabólicas, fue facilitándose y refinándose el flujo de información entre diferentes moléculas, aumentando la complejidad del sistema. En el despliegue de ese proceso, un paso esencial debió ser el desarrollo de los sistemas de regulación en el interior de las unidades de vida primitivas, dotándolas de la habilidad para mantener una situación de estabilidad homeostática mediante lazos de retroalimentación, un conjunto de mecanismos diseñados evolutivamente no solo para garantizar la supervivencia a pesar de las perturbaciones internas o externas, sino con la capacidad de continuar inventando –quién sabe si indefinidamente– nuevos y más sofisticados grados de complejidad.
AUTOR Larry Darrell
ILUSTRACIÓN CARLA GARRIDO
Archivado en: Revista HipótesisEtiquetas: Universidad de La Laguna Número 11