4 de octubre de 2022 – 00:00 GMT+0000Compartir
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La malaria está catalogada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como uno de los principales problemas de salud global. Provoca más de un millón de muertes al año, principalmente entre niños menores de cinco años, mujeres embarazadas y personas inmunodeprimidas.
La malaria es una enfermedad infecciosa causada por un parásito llamado Plasmodium que se transmite a través de las picaduras de mosquitos Anopheles hembra infectados. En el cuerpo humano, los parásitos se multiplican en el hígado y, a continuación, infectan los glóbulos rojos de forma que, si otro mosquito pica a una persona enferma, éste adquiere el parásito y continúa el ciclo de transmisión. Esto convierte al mosquito en el vector de la enfermedad.
En las últimas dos décadas se han invertido muchos recursos para garantizar el acceso a estrategias de prevención contra la malaria en los países donde ésta es una enfermedad endémica. Entre las estrategias más importantes están los tratamientos farmacológicos que previenen la infección; el diagnóstico rápido de la infección; el tratamiento de las personas infectadas y medidas de control de los vectores.
En 2019, la vacuna contra la malaria ha visto, por fin, la luz, gran logro que se ha visto eclipsado por el desarrollo en tiempo récord de la vacuna contra la COVID19. La introducción experimental de la vacuna antipalúdica RTS,S ha mostrado tener resultados satisfactorios en su programa piloto en África, logrando reducir significativamente el paludismo grave y mortal sin que se haya producido el abandono, por parte de la población, de otras intervenciones recomendadas. Así, desde octubre de 2021, la OMS recomienda su administración, asociada a otras medidas profilácticas, en las zonas de riesgo. Pero si bien es una gran noticia, aún estamos lejos de haber ganado la lucha contra la malaria que recae, ante todo, en el control de su transmisor, el mosquito. Al combatir la presencia del mosquito (el vector) se consigue frenar la propagación del parásito y, por lo tanto, de la malaria.
En el continente africano, este control se sustenta casi por completo en la fumigación residual en interiores y en el uso de mosquiteras impregnadas con insecticida de larga duración. Sin embargo, y a pesar de su efectividad, el desarrollo de resistencia a los insecticidas disponibles, de número limitado, es una de las mayores amenazas para el control sostenible de la malaria y su eficacia continuada. La resistencia a los insecticidas se ha convertido en un problema de salud en todo el mundo, comparable a la resistencia a los antibióticos por parte de algunas bacterias patógenas. Tras un periodo de notables éxitos (2000-2016) en la lucha contra la malaria y su vector, se ha apreciado un estancamiento en el progreso, causada seguramente por la resistencia a los insecticidas. Aunque su impacto sobre la eficacia del control aún se desconoce, todo indica que se trata de un problema potencial. Según la OMS, 78 países han descrito la presencia de mosquitos resistentes, al menos, a una de las cuatro clases de insecticidas de uso común entre 2010-2019. Y, lo que es más preocupante, 29 de ellos han comunicado resistencia a todas las clases de los principales insecticidas.
Los mecanismos de resistencia conocidos son cuatro, según sea la interacción insecto-insecticida: por comportamiento (la capacidad de eludir el contacto con el insecticida); a la penetración (reducción de la absorción de los insecticidas); por modificaciones genéticas (mutaciones que impiden que los insecticidas se unan a sus receptores) y metabólica (niveles aumentados de una o más enzimas capaces de detoxificar o secuestrar los insecticidas). De todos ellos los dos últimos son los mejores conocidos.
Considerando que los insecticidas utilizados en la actualidad en el control de vectores se pueden dividir en dos grupos según su diana (canal de sodio o acetilcolinesterasa) y las grandes similitudes en la estructura química dentro de cada una de las cuatro clases principales de insecticidas (piretroides, organoclorados, organofosfatos y carbamatos), es comprensible la rápida propagación de la resistencia mediada por cualquiera de los mecanismos anteriores y, en especial, por los dos últimos.
Para garantizar la eficacia de los insecticidas, es fundamental monitorear la aparición y la evolución de la resistencia en diferentes poblaciones de mosquitos. Mantener esta vigilancia constante es esencial para implementar las medidas de control, porque es habitual que cuando se detecta la resistencia suele ser tarde y los genes de resistencia estén extendidos y fijados en la población. Para ello se ha desplegado el Plan Global para la Gestión de la Resistencia a los Insecticidas para los Vectores de la Malaria. Este plan tiene como objetivo mantener la efectividad de las intervenciones actuales e integrar nuevas herramientas y estrategias de control. Los primeros resultados de este Plan han posibilitado incorporar una nueva clase de insecticidas (neonicotinoides) para la fumigación residual en interiores y han permitido el uso de mosquiteras impregnadas con sustancias reguladoras del crecimiento e insecticidas alternativos.
Queda todavía camino por recorrer y desafíos que afrontar, pero a través de la colaboración entre los gobiernos de los países donde la malaria es endémica, fundaciones sin ánimo de lucro, agencias de la Organización de las Naciones Unidas, de la industria química y de centros de investigación será posible avanzar en la senda hacia un control eficiente de los vectores. Este control será clave para conseguir la erradicación de la malaria.
AUTOR Cristina Yunta Yanes
ILUSTRACIÓN CARLA GARRIDO
Archivado en: Revista HipótesisEtiquetas: Número 12, Artículo, Ciencia y Sociedad, Universidad de La Laguna