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La posibilidad de leer la mente de otro ser humano ha sido siempre una de esas cuestiones a caballo entre la ciencia y la ciencia ficción, que ha cautivado el imaginario colectivo. Ya a finales del siglo XIX y principios del XX comenzaron a hacerse serias investigaciones académicas sobre la telepatía, entre las que cabe destacar las realizadas por J.B. Rhine, en la universidad de Duke. Este investigador llevó a cabo en 1927 una serie de rigurosos experimentos sobre la posibilidad de que alguien, situado frente a un sujeto al que se le iban mostrando naipes, fuera capaz de adivinar lo que la otra persona veía. Rhine fue el que acuñó el término “percepción extrasensorial” y el que estableció el estudio de la telepatía como una rama de la psicología. Unos años antes, en julio de 1924, el neurólogo Hans Berger, en Jena, había sido el primero en registrar la actividad eléctrica del cerebro humano. Berger se había adentrado en este campo precisamente por una experiencia supuestamente telepática entre él y su hermana durante un grave accidente, estando ambos a una gran distancia. Tardó en publicar su hallazgo, por miedo (como así fue) a que no le tomaran en serio. Pero hoy se le considera el padre de la electroencefalografía, una técnica de cuyo nacimiento celebramos ahora el primer centenario, y que es hoy ampliamente utilizada en tanto ciencia básica como en la clínica o en diversas aplicaciones tecnológicas.
Los avances experimentados en las últimas décadas en campos como la electrónica, la informática y en los dispositivos de registros de señales, junto con los progresos en las técnicas de neurocirugía han hecho posible capturar la actividad eléctrica cerebral con una resolución temporal de milisegundos y una alta calidad. Además, se puede transmitir esa información de manera inalámbrica en tiempo real, utilizando protocolos de comunicaciones convencionales como por ejemplo Bluetooth a un ordenador para su procesamiento. Estos avances han suscitado la idea de que leer la mente, como afirma por ejemplo Elon Musk, uno de los impulsores de esta tecnología, es cada vez menos un sueño y cada vez más una posibilidad real. Pero, ¿qué hay de verdad en ello?
Para contestar a esta pregunta, lo primero que debemos hacer es entender lo que detecta cada una de las técnicas que nos permite “ver” dentro de nuestro cerebro. Así, la electroencefalografía (EEG), ya sea extra o intracraneal, registra el campo eléctrico asociado a las pequeñas corrientes que se generan en nuestras neuronas (sobre todo de la corteza cerebral) cuando éstas se activan. Por otro lado, la magnetoencefalografía (MEG), algo más sofisticada, mide el campo magnético de estas corrientes, pero requiere de dispositivos de medida mucho más complejos que el EEG y no puede hacerse de forma portátil. Estas dos técnicas no permiten, en principio, una buena localización espacial. Sin embargo, otra técnica popular, conocida como resonancia magnética funcional (fMRI), que se basa en medir el aporte de oxígeno a las diferentes áreas cerebrales a través de la sangre, permite una buena localización espacial pero a costa de a menor resolución temporal, que sí ofrecen EEG y MEG. Con cualquiera de estas técnicas se consigue un reflejo más o menos directo de la actividad neuronal. La dificultad estriba en ser capaces de traducir esa actividad en información que podamos entender (palabras, acciones, pensamientos, etc.).
En cuanto a las aplicaciones, si no es imprescindible que el sujeto esté fuera del laboratorio llevando a cabo una vida normal y si no se necesitan medir respuestas rápidas, la fMRI es sin duda la técnica preferida. Un ejemplo notable, que estuvo de moda hace un tiempo, es su uso como un polígrafo “mejorado”: en contestación a varias preguntas, los técnicos pudieron ver si se activaba el área del cerebro relacionada con la memoria o de la imaginación. Es decir, si trataba de recordar cosas y por tanto decía la verdad, o por el contrario estaba inventando, y mentía. Aunque los tribunales aún no admiten este tipo de pruebas, puede que sea cuestión de tiempo que se acaben imponiendo. Quizás en el futuro se llegue a situaciones como se muestra en la serie de ficción “Los 100” de Netflix en la temporada 4 en el capítulo 5 en donde se muestra el uso de un dispositivo portátil EEG para leer la mente. Sin embargo, si lo que se quiere es llevar estas observaciones a la vida real, los dispositivos que se usen deben poder hacerlo fuera del laboratorio y con respuestas muy rápidas, capaces de seguir la cambiante actividad cerebral del sujeto. Ello implica la lectura, mediante dispositivos extra o intracerebrales (ver figura) de la actividad eléctrica y su decodificación.
Estos dispositivos se han empleado para el control de sillas de ruedas en pacientes con parálisis que no pueden hablar y para descifrar respuestas sencillas (tipo si/no) en personas con síndrome de enclaustramiento, una patología en la que las personas afectadas a pesar de ser conscientes y tener actividad cerebral, no pueden moverse. Por otro lado, en los últimos tiempos está cobrando cada vez más importancia disciplinas como el neuromarketing, que permite mostrar en una pantalla cómo funciona y cómo responde el cerebro de los consumidores ante determinados estímulos, con las evidentes implicaciones sobre la forma de influir sobre los consumidores. O el neurofeedback, que muestra en una pantalla de ordenador la actividad cerebral de las personas y les permite así modificar su actividad cerebral. Se puede conseguir así mejorar la concentración o controlar algunos síntomas de trastornos como el déficit de atención y/o la hiperactividad. Pero el repertorio de posibilidades no se agota aquí: de buen seguro se pondrán en marcha nuevas aplicaciones. No en vano, como decía Picasso, todo lo que puede imaginarse, es real. El implante de un neurodispositivo en humanos para la comunicación directa hombre – máquina por parte de la empresa Neuralink, es buen ejemplo de ello. En este caso se pretende que el sujeto pueda interaccionar directamente con Internet a través de un ordenador obteniendo información a voluntad o dando instrucciones a través de los diferentes protocolos del Internet de las cosas. En este sentido, como en la famosa película “Firefox, el arma definitiva”, se podría controlar dispositivos con la mente.
Mientras esos avances se hacen realidad, deberíamos sin embargo hacernos una reflexión, que ya algunos prominentes científicos, como Rafael Yuste, director de la iniciativa BRAIN, han puesto sobre la mesa. Y no es otra que los llamados neuroderechos. Es decir, el derecho a la privacidad de nuestros pensamientos que tenemos los seres humanos, que se podrían ver conculcados si se consiguen dispositivos capaces de leer nuestro cerebro sin nuestra autorización. Todo gran poder conlleva una gran responsabilidad y mientras la ciencia sigue su camino, debemos recordar que su propósito último es mejorar la vida de las personas a través del conocimiento. Intentemos que en un tema tan sensible como éste, también sea así.
Autores: Ernesto Pereda, José F. Gómez. Instituto Universitario de Neurociencia. Universidad de La Laguna.
Archivado en: Revista HipótesisEtiquetas:Número 17, Artículo, Biomedicina y Salud, Hipótesis, Universidad de La Laguna IUNE
Ingeniería Industrial
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Doctor por la Universidad de La Laguna con la tesis Aplicabilidad de técnicas fractales y de la dinámica de sistemas no lineales en el análisis de señales características de la actividad nerviosa central y autonómica 2001. Dirigida por Dr. Julián Jesús González González.
Doctor por la Universidad de La Laguna con la tesis Adquisición y procesamiento de señales electroquímicas, electrofisiológicas y fluorimétricas en el laboratorio 2003. Dirigida por Dr. Ricardo Borges Jurado.
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