18 de julio de 2023 – 00:00 GMT+0000Compartir
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Las últimas décadas de investigación biomédica en el campo de las enfermedades neurodegenerativas han traído importantes avances en nuestra comprensión de estas patologías. Por desgracia, afecciones como el Alzheimer o el Parkinson aún no se entienden del todo. Se conocen, eso sí, factores de riesgo (como los antecedentes genéticos o el sexo biológico, por ejemplo), o hábitos saludables (como el ejercicio o unas pautas de sueño adecuadas) que pueden ayudar a retrasar la aparición de las mismas. Pero a día de hoy, no tienen ni prevención ni cura eficaz.
En cualquier caso, la detección temprana de estas enfermedades es uno de los caminos más eficaces para la mejora de la calidad de vida de los pacientes al tiempo que nos ayuda a entenderlas mejor; es en definitiva el camino más prometedor para poder llegar a superarlas algún día. El diagnóstico temprano suele abordarse mediante una aproximación multiparamétrica, en la que exámenes como los análisis de sangre o de saliva, se combinan con test neurofisiológicos y, en los últimos tiempos, estudios de neuroimagen anatómicos y funcionales.
Si tomamos el Alzheimer como paradigma de estas patologías, la importancia de su estudio queda clara si tenemos en cuenta que, según la Organización Mundial de la Salud, a nivel mundial, unos 60 millones de personas la padecen. En España, el número de casos va en aumento debido al aumento de la esperanza de vida, con una componente de género muy acusada (casi 2 mujeres por cada hombre). Se trata de una enfermedad relativamente conocida, debido a su alta prevalencia en la población mayor de 65 años. Y de hecho, si preguntáramos por ella a cualquier persona en la calle, con toda probabilidad podría describirnos alguno de sus síntomas más frecuentes, en particular, la pérdida de memoria a corto plazo.
En términos muy simplificados, el Alzheimer se caracteriza por la atrofia (pérdida de neuronas) de varias estructuras profundas del cerebro implicadas en la formación de recuerdos (sobre todo autobiográficos), en particular el hipocampo, y la corteza entorrinal. Esa atrofia, que es progresiva, se traslada posteriormente a otras áreas siguiendo una evolución característica, hasta que una parte importante del cerebro se ve afectada de forma significativa. Por desgracia, cuando los pacientes refieren los primeros síntomas, el daño cerebral ya suele estar avanzado y hay poco margen para la intervención.
Sin embargo, existe actualmente consenso en el hecho de que los cambios morfológicos y funcionales en estas áreas comienzan bastante antes de ser evidentes para quien los padece. Las modernas técnicas de neuroimagen, como la resonancia magnética (tanto estructural como funcional) o la magnetoencefalografía, resultan excelentes herramientas para caracterizar, de forma no invasiva, la estructura y la función cerebrales. Y ahí es donde la inteligencia artificial está desempeñando un papel singular.
En efecto, las técnicas de clasificación supervisada de Machine Learning (ML) y Deep Learning (DL) permiten entrenar algoritmos (ML) y/o redes neuronales (DL) para detectar patrones característicos en las imágenes cerebrales de aquellos sujetos que luego evolucionan hacia la enfermedad en estudios longitudinales. Posteriormente, estos sistemas expertos pueden analizar las imágenes correspondientes a una persona que sospechemos pueda estar en los primeros estadios de la enfermedad, y decirnos con un alto grado de precisión si va o no a desarrollarla. Cuanto mayor es el número de sujetos usados en el entrenamiento (lo que se puede conseguir, por ejemplo, mediante estudios multicéntricos, en los que varios laboratorios de diferentes países llevan a cabo estudios siguiendo el mismo protocolo de registro y análisis), mayor es la fiabilidad de los sistemas. Un excelente ejemplo de este tipo de estudios es el proyecto AI-MIND, actualmente en marcha, y financiado por el programa Horizonte 2020 de la UE, con el que tengo la suerte de colaborar como investigador externo.
Por prometedora que sea esta aproximación, no deja de presentar sus riesgos. El problema fundamental, en muchas ocasiones es que es difícil (si no imposible) saber qué patrón o conjunto de ellos está utilizando el algoritmo o la red neuronal para distinguir entre sujetos sanos o enfermos, lo que convierte al proceso en una suerte de caja negra que dificulta mucho el aprendizaje. Se trata, en realidad, de un cambio de paradigma, desde el modelo clásico de ciencia hypothesis driven (en la que el avance se consigue formulando hipótesis y luego realizando los experimentos que las comprueben o desmientan) al data driven, en el que se alimenta a los sistemas expertos con una cantidad enorme de datos y se les deja trabajar para que sean ellos los que aprendan. Por útil que resulte en la práctica esta aproximación moderna, es evidente que, salvo que sea posible entender la información significativa que se está extrayendo de los datos, gran parte del potencial del método no se aprovecha para avanzar en el conocimiento, solo en la aplicación.
¿Debemos por ello desechar esa aproximación? La respuesta debe ser un NO rotundo. Las técnicas modernas, y en particular las de neuroimagen, son capaces de generar una enorme cantidad de datos sobre el funcionamiento de nuestro cerebro en tiempo real y con una resolución espacial sin precedentes. El análisis de esta información sería imposible sin recurrir a algoritmos matemáticos de Inteligencia Artificial (IA) que nos ayuden a separar la parte relevante de la que no lo es. Sin embargo, como en el resto de las aplicaciones, debe ser el o la investigador/a o el/la médico quien en última instancia sea capaz, basándose en su conocimiento y experiencia, de interpretar dicha información y encontrarle un sentido. En otras palabras, la IA debe ser siempre una herramienta al servicio de la ciencia y de quienes la llevan a cabo, y su desarrollo y aplicaciones deben llevarse a cabo en esta dirección. De lo contrario corremos el riesgo de trabajar a ciegas y confiar en herramientas que carecen de las virtudes humanas que son esenciales para el avance del conocimiento: la capacidad y el razonamiento crítico que sepan distinguir lo que tiene sentido de lo que no, más allá de la manera más o menos sofisticada en la que los resultados se obtengan.
En resumen, la IA es una herramienta poderosa y con un gran potencial, pero que tiene mucho más de artificial que de inteligencia. Y mientras que no podemos, ni debemos competir con su capacidad para analizar de forma masiva y eficiente grandes cantidades de datos, debemos ser nosotros como investigadores quienes analicemos de forma inteligente lo que ella nos proporciona.
AUTOR:
ILUSTRACIÓN CARLA GARRIDO
Archivado en: Revista HipótesisEtiquetas: Número 15, Artículo, Ciencia y Sociedad, Víctor García Tagua, Universidad de La Lagu
Ingeniería Industrial
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