miércoles 2 de octubre de 2019 – 00:00 GMT+0000Compartir
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Si la humanidad tuvo una infancia, fue ese periodo en el que el transcurrir cotidiano de los acontecimientos se convertía en un festival de intervenciones milagrosas. Las diversas mitologías que han acompañado a la humanidad siempre fueron capaces de encontrar explicaciones extraordinarias para los hechos más mundanos. Los dioses se implicaban personalmente en las tormentas, la lluvia o las catástrofes que arrasaban civilizaciones (normalmente después de que éstas abandonaran el “recto camino”). Esta filosofía de realismo mágico parte de la base de que la vida tiene un propósito, un sentido. Todo ocurre con una intención, desde la maduración de la fruta hasta los terremotos. Tranquilizador, sin duda, porque si las cosas pasaran solo porque sí, sería, literalmente “el sin Dios”.
La Ilustración rompió esta concepción del mundo al proponer una visión mecanicista del universo. Y aunque aún tenemos terraplanistas, antivacunas y telepredicadores, la gran mayoría de las sociedades desarrolladas espera explicaciones sencillas para los hechos cotidianos. Entendemos, explicamos y predecimos los fenómenos atmosféricos en base a mecanismos físicos. Por muy complicados que estos mecanismos lleguen a ser, se basan en unos pocos principios muy sencillos. Es por eso que, tras haber aprendido esos principios en la escuela, las elaboradas explicaciones mitológicas nos parecen artificiosas e innecesariamente complicadas, incluso hasta el punto de resultar pueriles.
Pero los seres vivos podrían ser una excepción a esta regla. En biología, conocer los mecanismos de funcionamiento no solo no hace desaparecer nuestra necesidad de encontrar explicaciones milagrosas, pueden incluso reforzarla. Pongamos el caso del movimiento de las bacterias y su búsqueda de nutrientes. Las bacterias se mueven impulsadas por una especie de motor fueraborda, el flagelo. El flagelo es un filamento compuesto de proteínas con forma de sacacorchos que al girar propulsa a la bacteria como una hélice. Este filamento está montado sobre un diminuto motor de proteínas anclado en la superficie de la célula. Las bacterias no tienen sistema nervioso, y aun así detectan comida, se mueven hacia ella y se alejan de las sustancias tóxicas. ¿Cómo lo consiguen? El proceso, bien conocido, se denomina quimiomotaxis y se basa en una suerte de órgano olfativo; unos receptores que cuando contactan con una molécula determinada provoca una serie de señales que se transmiten y activan a otras proteínas del interior de la célula. Como en una carrera de relevos, esta señal química pasa de una a otra proteína hasta que la señal llega al “motor” que mueve el flagelo.
Tenemos pues un mecanismo de funcionamiento pero, ¿cómo es que estos receptores están en el lugar adecuado? ¿Cómo sabe la célula que tiene que establecer esta cadena de relevos para transmitir la información? Y sobre todo, ¿cómo han llegado las bacterias a disponer de este sofisticado motor de propulsión? Como muchos otros procesos celulares la quimiomotaxis depende de la actuación coordinada de muchas proteínas. Proteínas que no se comportan como moléculas inertes, sino más bien como pequeños robots diseñados para cumplir con una tarea específica y según una coreografía predeterminada. Este cuadro puede dar la sensación de que la célula está construida de acuerdo con un plan, y que cada molécula tiene un propósito dentro de ese plan. Parece que los seres vivos han sido diseñados y por tanto nos preguntamos, inevitablemente, por la identidad del diseñador.
La apariencia de diseño en los seres vivos justifica explicaciones sobrenaturales que, sin embargo, resultarían pueriles para describir fenómenos físicos. Desde la perspectiva biológica, a diferencia de la física o la química, tiene sentido preguntarse por qué pasa algo y no solo cómo pasa: mientras es absurdo decir que llovió para embarrar el campo de fútbol, no es tan extraño oír que las alas de los pájaros están porque las necesitan para volar. Norbert Wiener, uno de los padres de la ingeniería moderna, le puso nombre a esta pretensión de sentido en los seres vivos: la teleonomía.
Darwin y Wallace desarrollaron un marco teórico para la biología, basado en la necesidad de explicar esta apariencia de diseño; marco que se ha ido confirmando y completando hasta convertirse en la columna vertebral de la biología. La teoría de la evolución señala a la selección natural como el ingeniero invisible detrás de todo. Los seres vivos producen copias imperfectas de sí mismos. Las diferencias entre éstas se traducen en diferentes capacidades de crecer, colonizar territorios y reproducirse. Las características de las variedades mejor adaptadas pasan a un mayor número de descendientes y se convierten en el nuevo estándar. La selección natural moldea los seres vivos como un alfarero que prueba varios diseños para acabar quedándose con el que más se vende; no porque responda a un plan preconcebido, sino precisamente porque es el que más aceptación genera en su entorno. Las metáforas tecnológicas funcionan en biología porque la evolución de las especies opera de forma similar al desarrollo tecnológico. Volviendo a nuestro alfarero, podemos analizar la aparición de esa maravilla tecnológica que es el botijo. Al estar hecho de un material poroso, el botijo permite una ligera evaporación del agua que contiene, este proceso se lleva el calor y mantiene el agua fresca sin coste energético. La simple elegancia del botijo rivaliza con los mejores diseños de Apple pero sigue siendo el resultado de un larguísimo proceso de ensayo y error.
La biología del siglo XXI es la Biología de los Sistemas; una biología que concibe los seres vivos como un proyecto de ingeniería. A sabiendas de que muchos años de ensayo y error producen resultados similares a trabajos de ingeniería, biólogos, informáticos e ingenieros, analizan miles de componentes buscando el plan general que los organiza y les permite funcionar como máquinas bien diseñadas. La hipótesis del diseño es una herramienta útil aun sabiendo que los seres vivos no están diseñados, que son el resultado de millones de años de ciega improvisación.
REDACCIÓN ALBERTO MARÍN SANGUINOILUSTRACIÓN CARLA GARRIDO
Archivado en: Revista HipótesisEtiquetas: Número 4, Artículo, Ciencia y Tecnología, Alberto Marín Sanguino, Universidad Politécnica de Múnich
Investigador en el Instituto Max Planck de Bioquímica y en la Universidad Politécnica de Múnich. Actualmente trabaja en la Universidad de Lleida, concretamente en el Área de Bioquímica y Biología Molecular. Sus investigaciones se centran en la modelización matemática y la biología de sistemas.
Biomedicina
alberto.marin@udl.cat