Algo emergió de las tinieblas (I)
En el prólogo de su ensayo ¿Qué es la vida?, Erwin Schrödinger expresaba su convicción de que el conocimiento científico de la realidad requiere una visión mínimamente unitaria de la misma, algo tan deseable como evasivo. Puede que dicha visión sea accesible mediante procedimientos insólitos o a través de procesos que combinen la capacidad de observación interna con la externa, lo que la dejaría al margen de ser compartida. En cualquier caso, ambas vías pueden mantenerse momentáneamente aparcadas para preguntarnos si, 80 años después de Schrödinger, dicha aproximación unitaria estaría cercana.
El universo es un escenario misterioso, a veces aterrador y a veces inquietante. Desconocemos por qué se originó, lo que deja un espacio susceptible de ser ocupado por las creencias. La actividad científica responde a la necesidad de contestar preguntas con una metodología rigurosa, que implica la elaboración de hipótesis para confirmarlas o rechazarlas, hacer experimentos, analizar resultados, construir teorías y diseñar estructuras matemáticas que nos permitan representar y describir coherentemente la naturaleza. Así hemos aprendido a controlarla y manipularla, utilizándola en forma de ingenios construidos a nuestro antojo con objeto de servir a nuestros intereses.
Es posible que la realidad no sea exactamente así, pero se comporta como si lo fuera y se ajusta a leyes desveladas en el curso de su interpretación, cuyo cumplimiento constituye la demostración de su autenticidad provisional. Así nació la tecnología, permitiéndonos crear todo un edificio que se adapte a nuestras necesidades a través, por ejemplo, del conocimiento de las propiedades del grafeno, el comportamiento de los sistemas complejos, las bases de los ordenadores cuánticos, la capacidad para la manipulación y edición de genes, o el descubrimiento de nuevas técnicas de síntesis química. Como resultado de la actividad científica hemos conseguido diseñar instrumentos que nos hacen la vida más fácil, permiten retrasar la aparición de enfermedades o minimizar sus efectos. Además, aunque a un ritmo más lento, nuestra explicación de la realidad se ha ido completándose a medida que la observábamos con más precisión. Gracias a la disponibilidad de potentes telescopios y al desarrollo de herramientas capaces de filtrar las señales del pasado remoto tenemos una idea bastante coherente de cómo se inició la evolución del universo conocido, e incluso parecemos dispuestos a predecir su futuro. Lo que no sabemos, y tal vez no esté a nuestro alcance, es describir los milisegundos anteriores al inicio del espectáculo y, lo que es aún más elusivo, explicar por qué había algo en lugar de nada.
En un sentido amplio, la física, la química y la biología constituyen los tres grandes escenarios en los que la ciencia trata de comprender el universo y dar respuesta a las preguntas esenciales. Sin embargo, a pesar de la pulsión por el descubrimiento de una ley general que lo explique todo, el desarrollo de cada campo refleja la persistencia de un conflicto, inevitablemente alimentado por la especialización, en el que late un deseo de volver al origen y reunir las vías divergentes. Las aproximaciones reduccionistas siguen siendo necesarias para profundizar experimentalmente en los fenómenos naturales, pero ello no es incompatible con el desarrollo de una visión global y una mirada transversal. Esa tendencia se aprecia tanto en las aproximaciones metodológicas, lo que incluye simulaciones, modelizaciones y observaciones experimentales con un alto nivel de aislamiento de los componentes más elementales de la materia, como en la concepción teórica con una vocación integradora de la que forman parte la emergencia de la complejidad, la simbiosis química o la biología de sistemas. Aunque puedan parecer encontradas, las posiciones de físicos como Steven Weinberg, buscador incansable de una ley que explique todo y representante de una forma de materialismo duro, o Robert Laughlin, crítico con los excesos reduccionistas e irónico respecto a la teoría del todo, son complementarias, y tal vez el supuesto materialismo del primero roce más la sospecha de un agente maestro —aunque no divino—, que el interés por las propiedades emergentes surgidas de la organización de grandes cantidades de átomos del segundo.
Puede que sea en lo que se refiere al fenómeno de la vida, aparición reciente en la historia del universo, donde resulte más evidente la distancia que nos separa de esa teoría del todo y donde sea más necesario un enfoque integrador para intentar comprenderla. Lo cual es compatible con aceptar que su origen puede ser interpretable bajo los mismos parámetros que el del cosmos, ya que ambos forman parte de un desarrollo evolutivo. En los dos casos percibimos la existencia de un punto de partida, si bien es difícil de establecer y de definir sus límites, siendo más asequible identificar su continuidad. Ambos procesos, sin embargo, el de la evolución de la materia viva y la inanimada —si esa distinción es estrictamente posible, teniendo en cuenta que una forma parte de la otra, de la que es consecuencia—, han seguido caminos diferentes. Por un lado, las interacciones entre los constituyentes elementales de la materia evolucionaron para dar lugar a las estrellas y otros cuerpos celestes. Por otro, al menos en nuestra biosfera, algunos de ellos se combinaron de tal forma que acabaron dando lugar a moléculas autorreplicables, se dotaron de organización y de mecanismos de regulación, y se convirtieron en organismos capaces de reproducirse y actuar como agentes moleculares autónomos.
A lo largo de las últimas décadas las aproximaciones sistémicas han proliferado tanto en biología como en química, abriendo nuevas líneas de investigación que complementan los resultados conseguidos a través de metodologías reduccionistas. Ello procede del hecho de que, a diferencia de la física —cuyo desarrollo se ha basado en el aislamiento, observación y modelización de sistemas relativamente simples—, ambas disciplinas abordan sistemas intrínsecamente complejos, tanto por la diversidad de sus componentes como por los procesos dinámicos y las interacciones moleculares implicadas. Como el mismo Schrödinger parecía atisbar al preguntarse si eran necesarias nuevas leyes de la física para explicar el origen y la evolución de la vida, tal vez estemos aprendiendo que se trata de un proceso que se construye a sí mismo, y que los agentes que lo llevan a cabo han desarrollado propiedades que no estaban necesariamente en sus componentes elementales, o que aún no habíamos sido capaces de observar experimentalmente. Ello incluye incorporar el papel de la emergencia de organización, estructura y funciones en los sistemas complejos, aunque persista la duda acerca de si somos la especie capaz de conseguirlo antes de contemplar su propia extinción.
Larry Darrell