martes 6 de abril de 2021 – 00:00 GMT+0000Compartir
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Sin necesidad de remontarnos al pasado más lejano, y a los pronunciamientos literarios o religiosos más exóticos, podríamos considerar que los comienzos de la educación dirigida a conservar el medio ambiente tuvieron lugar a mediados del siglo XIX en los Estados Unidos de Norteamérica. Como hecho relevante, podemos destacar que el primer Parque Nacional del mundo fue creado por iniciativa del Congreso de los Estados Unidos de Norteamérica en Yellowstone (Wyoming) en 1872, como espacio de conservación, protección y transmisión de valores en pro de la naturaleza y de la biodiversidad (neologismo no usado por entonces) que la integraba.
Algunas décadas más tarde, la conferencia organizada por el presidente Theodore Roosevelt (1905), supuso un hito en la evolución de la preocupación mundial por el medio natural, así como por su conocimiento y cuidado: el problema, y sus posibles soluciones, había llegado a las más altas esferas del poder político. Incluso las agencias federales apoyaron con ahínco aquellas actividades circum-pedagógicas de gran relevancia civil y educativa, hasta el punto de poder afirmar que durante la mayor parte del siglo XX todos los programas escolares de ciencias incluyeron contenidos relativos al valor de la naturaleza como prioridad para la propia supervivencia humana.
En el Reino Unido, origen de la industrialización y, por tanto, de las mayores concentraciones de agentes contaminantes, la educación ambiental no fue apoyada por ninguno de sus gobiernos. Fueron las organizaciones no gubernamentales las que se preocuparon por mantener la calidad ambiental y la conservación de los recursos naturales. La única excepción a esta regla la encontramos en los trabajos del Consejo pro Conservación de la Naturaleza (Nature Conservancy Council); un organismo oficial que trabajó a favor de la educación ambiental en la década de los 50 del siglo XX, y que se convirtió en uno de los principales responsables en la difusión de las ideas trazadas por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN), fundada en Francia en 1948 a propuesta de la UNESCO. Son dos ejemplos distintos, distantes y pioneros, de cómo se afrontó la protección ambiental y cómo debían transmitirse los trabajos realizados y los resultados obtenidos para proteger el medio y legarlo a las futuras generaciones.
Sin embargo, la intensidad de los debates a favor del medio ambiente, de su conocimiento y preservación, aumentó a medida que transcurría el siglo. Además de la creación de la IUCN antes citada, se celebró en 1949 la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Conservación y Utilización de los Recursos Naturales y en 1963 otra sobre la Aplicación de la Ciencia y de la Tecnología al Desarrollo. En ellas, se reconocía al Planeta como una unidad indisociable, con intereses comunes y proyectos de defensa universales, algo inusual hasta entonces en un contexto de enfrentada división y de ostensible guerra fría. Por estos años, en un monográfico sobre Japón publicado por la revista El Correo, editada por la UNESCO, aparecía un artículo vanguardista de Gerald Wendt, profesor de química en la Universidad de Chicago y funcionario de la UNESCO, responsable de la mejora en el aprendizaje de las ciencias en las escuelas, en el que se defendía la necesidad de proteger la Tierra y de educar para su conservación.
Así fue cómo, avanzados los años 60 del siglo pasado, los organismos internacionales se hicieron eco del problema que suponía el abandono de la naturaleza, como bien común, para asumir determinadas responsabilidades políticas e intervenir desde el ámbito de la educación en su conocimiento, respeto y cuidado. De hecho, en la conferencia de ministros de educación encargados del planeamiento económico para la zona de América Latina y el Caribe, celebrada en Buenos Aires en 1966, se afirmaba que: “La educación tiene que responder a una circunstancia ambiental que le sirva de fundamento y de guía, que coloque al hombre en el centro del escenario histórico en el cual le ha tocado vivir”. No fue casual que, tras la celebración de la Conferencia de la UNESCO sobre la Biosfera de París, en 1968, comenzara a publicarse en Norteamérica la influyente Journal of Environmental Educational (Revista de Educación Ambiental). En ella, se reflejaba el interés y la preocupación que debía mostrar la educación por los problemas medioambientales. Llegamos, así, a la primera definición de rigor y a uno de los primeros diseños de los objetivos de la educación ambiental, propuesto a finales de los años 60, en un seminario de posgrado impartido en el Departamento de Planificación de Recursos y Conservación, de la Facultad de Recursos Naturales de la Universidad de Míchigan.
Tal fue el alcance que adquirió la preocupación por este tema que, en 1971, los prestigiosos Laboratorios de Recursos Educativos norteamericanos, apoyados por la Fundación Ford, publicaron un informe testimoniando la trascendencia y la pertinencia de introducir la educación ambiental en los currícula escolares. De este modo, a mediados de los
años 70, la conferencia intergubernamental de educación ambiental de la UNESCO invitó a participar, con derecho a voto, a todos los Estados miembros y países asociados para intentar resolver los problemas relativos a la contaminación y la sobreexplotación de recursos naturales, que ya eran más que patentes en casi todas las regiones del mundo. Las conferencias internacionales que le siguieron: de Estocolmo (1972), Tbilisi (1977), Moscú (1987), Río de Janeiro (1992)… y las leyes educativas que se diseñaron por entonces en buena parte de los Estados, entre ellos Portugal y España (este último con la Ley General de Educación y las normativas que la desarrollaron) contemplaban la necesidad de crear una asignatura de Educación Ambiental dedicada a concienciar a los más pequeños sobre la defensa y protección del medio ambiente.
Lástima que aquella iniciativa tan decidida se abortara en los años 80 y 90 con la irrupción y el furor de las propuestas económicas neoliberales. Pero el desarrollo de estos planteamientos, y su abordaje pedagógico, hallará expresión en otro capítulo de esta apasionante historia sobre el medio ambiente, su ineludible sostenibilidad (ecodefensa) y sus perversos maltratadores.
AUTOR MANUEL FERRAZ LORENZO
ILUSTRACIÓN CARLA GARRIDO
Archivado en: Revista HipótesisEtiquetas: Número 8, Artículo, Energía, Biodiversidad y Medioambiente, Manuel Ferraz Llorenzo, Universidad de La Laguna
Historia y Filosofía de la Ciencia, la Educación y el Lenguaje
mferraz@ull.es