2 de diciembre de 2021 – 00:00 GMT+0000Compartir
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Se veía venir. La Palma llevaba semanas padeciendo seísmos. Cada vez más, cada día más cerca de la superficie. Teníamos el referente cercano de El Hierro, y todos los que estuvimos en La Restinga siguiendo la erupción tuvimos la misma sensación de dejà vu. Era igual, pero más rápido. Lo que al volcán submarino le costó meses de evolución, la actividad volcánica en La Palma avanzaba por días. Durante el fin de semana del 18 y 19 de septiembre ya la sismicidad era muy somera, la profundidad de los terremotos era casi superficial. Eso quería decir que el magma, motor de estas fracturas en la corteza, estaba muy cerca de la superficie. Solo le faltaba romper la última barrera y salir del cascarón. Y así fue. Aunque esperado, fue sorprendentemente emocionante.
La locutora de radio interrumpe el informativo para comentar que conectan en directo con la Televisión Canaria, “El volcán acaba de explotar”. Raudos de la radio a la tele, los escasos 5 segundos que tarda el aparato en encender nos parecieron eternos. Quita el AV, pon TV. Pasa de canal, 1, 2, 3, 4 ,5, 6 y 7. Y ahí estaba la imagen. Una columna de humo negra ascendía en medio del cielo azul y despejado. De forma sutil aún, se podía observar la lava brotando de su interior. No por previsto me resultó más creíble. Estábamos viendo una erupción volcánica en Canarias en directo.
La última vez que sentimos la emoción de observar esta expresión de la Tierra fue en 2011. Nos tenemos que remontar diez años para encontrar algo parecido, pero en el fondo muy diferente. La vulcanología moderna se despertó en la erupción submarina de El Hierro. En esa ocasión los científicos se enfrentaron a la primera erupción de la era moderna, eso sí, submarina. No se pudo disfrutar de la magnificencia de una erupción como la que habíamos visto todos en el NODO. Los viejos geólogos hablaban de ella, de la facilidad con la que se podían acercar para tomar muestras y de lo “tranquila” que fue. Este nuevo apellido referido a la calma volcánica, se le pegó durante cincuenta años. “Las erupciones volcánicas en Canarias son tranquilas”. Lo decían sobre la base de las dos últimas erupciones sub aéreas ocurridas en Canarias, la de San Juan (1959) y Teneguïa (1971). Sin embargo, estas dos erupciones solo son una pequeña representación de la extensa historia geológica de las islas, jalonada por decenas de erupciones, algunas tranquilas, pero otras muy destructivas.
Carmen Romero es profesora de Geografía de la Universidad de La Laguna y lleva muchos años estudiando los impactos de las erupciones en la sociedad Canaria. Quemando botas sobre el terreno y los ojos en las bibliotecas, ha investigado cómo han sido las erupciones históricas. “En Canarias hemos tenido erupciones de todo tipo, algunas muy explosivas que han generado crisis sísmicas muy importantes. Sin duda, la bondad de las dos últimas erupciones transmitieron una idea poco real de lo que son las erupciones volcánicas en Canarias. Hemos extrapolado las imágenes del Teneguía al resto de erupciones en las islas”.
Un ejemplo que nunca deberíamos olvidar es la erupción de Arenas Negras o Trevejos (1706). Un volcán que no sólo sepultó parte del municipio de Garachico (Tenerife) sino que marcó el futuro económico de las islas. Antes de que el futuro Volcán de Arenas Negras entrara en escena, el pueblo de Garachico era un próspero pueblo marinero, con el puerto comercial más importante de la isla. Era la capital de Tenerife, y todas las mercancías pasaban por su muelle. Todo iba viento en popa para los garachiquenses hasta aquel 5 de mayo de 1706, cuando de la cumbre surgió rugiendo una nueva montaña de fuego. Rápidamente las coladas de lava se deslizaron ladera abajo, cubrieron parte del puerto que quedó destruido y sepultado para siempre.
José de Viera y Clavijo relataba así la erupción en “Noticias de la historia general de las Islas Canarias” editada varias décadas después de la erupción:
“El día 5 de mayo de 1706 reventó por la cima del alto risco y corriendo arrebatadamente sobre el pueblo aquel feroz torrente de peñas y materia encendida en dos brazos trastornaba y reducía todo a cenizas. Un brazo tupió el puerto, retirando el mar y dejando sólo un caletón incómodo, aun para los vasos pequeños. Otro abrasó la iglesia parroquial, el convento de San Francisco, el monasterio de Santa Clara y toda la calle de arriba, donde estaban los edificios más suntuosos, de que se conservan nobles fragmentos. Apenas tuvieron tiempo y valor aquellos habitantes para huir de la nueva tierra de Pentápolis. Mujeres, viejos, niños, religiosas, enfermos, unos a caballo, otros a pie, otros por la mano, otros a rastros, salieron de tropel hacia Icod, cargados de las alhajas más preciosas. Mucho resplandeció en esta catástrofe la generosidad del ayuntamiento, contribuyendo sobre todo con un subsidio para conducir las religiosas a La Laguna; pero mucho más la generosidad del general don Agustín de Robles, que, habiendo asistido con el mayor desvelo al alivio de este desastre, gastó más de 3 000 pesos de su caudal para llevar desde muy lejos el sustento a aquellos vecinos errantes y facilitarles caballerías para el transporte. La pérdida fué imponderable y la mutación del terreno espantosa. El «antepecho de esmeraldas» pareció cubierto de tostadas bayetas. Desaparecieron las viñas, las aguas, los pájaros, el puerto, el comercio y el vecindario”.
Este olvido colectivo de nuestra realidad volcánica es quizás una herramienta mental que tenemos los canarios para no vivir constantemente en tensión. Como los habitantes de una ciudad en guerra que van cada día al mercado, a pesar del peligro de las bombas. Pero, aun contando con este mecanismo de autodefensa psicológica, no éramos muy conscientes de que vivíamos literalmente sobre volcanes. Esta sensación, de que los volcanes eran benignos después de la “turística” erupción del Teneguía se vió reforzada con la erupción de El Hierro de 2011. Fue una erupción submarina, donde solo se pudo observar un burbujeo, la extraña coloración de las aguas y algunas piedras que flotaban en el mar como bombas humeantes. Y nada más.
La erupción de La Palma nos ha devuelto a la realidad volcánica. Esa realidad que nos proporciona paisajes inconmensurables y tierras fértiles, pero también nos muestra que las islas aún están en formación. Como si viviéramos en una casa en obras. Debemos aprender a convivir con los volcanes y saber que, cada cierto tiempo, tocan obras. En ese momento solo nos queda apartarnos y esperar.
AUTOR Juanjo Martín
FOTOGRAFÍA Juanjo Martín
ILUSTRACIÓN CARLA GARRIDO
Archivado en: Revista HipótesisEtiquetas: Número 10, Artículo, Biodiversidad y Medioambiente, Especial, Universidad de La Laguna
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