10 de mayo de 2022 – 00:00 GMT+0000Compartir
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«De todas las ideas importantes, las de ser y tiempo parecen haber estado embrolladas a todo lo largo de su historia. Y, de las dos, parece que la segunda siempre ha ganado el derby de la confusión.»
Estas tan atinadas palabras, pronunciadas por el gran físico y filósofo argentino Mario Bunge, plantean un dilema que ha cautivado la mente de los hombres casi desde que dimos nuestros primeros pasos como especie en este mundo. Pensar acerca de la naturaleza del tiempo constituye una de las cuestiones más intrigantes, y aún abiertas, tanto para la ciencia como para la filosofía. ¿Cuál es la esencia del tiempo? ¿Es real o una mera ilusión? ¿Forma un continuo o es de naturaleza discreta? ¿Sería posible viajar a otros instantes que no fueran el presente, ya sea hacia el pasado o hacia el futuro?
El concepto de «tiempo» está profundamente arraigado en nuestro lenguaje: ganamos tiempo, lo perdemos, hacemos tiempo mientras esperamos a alguien, lo matamos completando un crucigrama, e incluso, al menos en nuestra lengua española, le damos tiempo al tiempo. Toda acción que realicemos en este mundo que conocemos, ocurre en el tiempo. ¿No resulta extraño, pues, que el tiempo defina casi todo lo que somos y apenas sepamos lo que es?
Vivimos atados al tiempo, nos rodea, nos pasa factura siempre y, muchas veces lo malgastamos. Pero ¿cómo lo definimos? Según el listado de frecuencias del Corpus de Referencia del Español Actual de la RAE, la palabra «tiempo» ocupa el tercer lugar entre los sustantivos más usados. Pero es que los dos primeros son respectivamente, «años» y «vez», cuyo significado está claramente relacionado con el tiempo. En lengua inglesa la situación es más drástica aún, pues la palabra «time» ocupa el primer lugar entre los sustantivos más empleados.
También, según la Real Academia Española, el tiempo se define como «duración de las cosas sujetas a mudanza». Esas cosas sujetas a mudanza van desde las galaxias hasta las partículas subatómicas que componen la misma materia que forma esas galaxias. Claro que si uno ahora lee la definición de la palabra duración, con la que empieza la definición de tiempo, encontramos que se define como «Tiempo que dura algo o que transcurre entre el comienzo y el fin de un proceso». Es decir, el tiempo es la duración de algo, pero la duración es el tiempo de algo… Parece que no es fácil dar una definición precisa de lo que es el tiempo. No obstante, todos tenemos una especie de «sensación» de su transcurrir. Pero, ¿qué es lo que transcurre?
Es curioso porque la percepción que de él tenemos, se basa en una cierta sensación de «consciencia de que existe». Sin embargo, al contrario de otras magnitudes físicas fundamentales, no podemos usar nuestros sentidos para dar fe de su existencia. Podemos ver una longitud y podemos sentir, a través del tacto, la cantidad de masa o la temperatura de un objeto. Pero no podemos ni ver, ni palpar, ni oír un tiempo… Además, con respecto a una longitud, uno puede fijar un punto y moverse desde ese punto hacia adelante o hacia atrás sin el menor problema. Sin embargo, con el tiempo es el «ahora» el único instante que tiene sentido, pues el pasado es lo que hubo antes de ese «ahora» y ya no es posible volver a él. No podemos actuar en modo alguno sobre él. Y con el futuro, es decir, con lo que viene después del «ahora», pasa tres cuartos de lo mismo. Resulta imposible acceder a él de ninguna manera. Sólo esperamos a que llegue.
Planteado de esta manera podríamos pensar que una magnitud cuya naturaleza parece tan insustancial resultaría muy complicada de observar, de medir y, por tanto, carecería de utilidad alguna. Nada más lejos de la realidad. De hecho, el tiempo es, de entre todas las magnitudes fundamentales de la Naturaleza, la que se mide hoy en día con mayor precisión. Y esto es muy importante porque hacerse uno preguntas acerca del tiempo y no especificar la manera en la que vamos a medirlo constituye una auténtica pérdida… ¡de tiempo!
Esa enorme precisión con la que hoy somos capaces de medir el tiempo la llevamos a cabo con los llamados relojes atómicos. Relojes que han sido construidos gracias a la enorme potencialidad que nos ha proporcionado la física cuántica para comprender los entresijos atómicos que dan forma a toda la materia del universo conocido.
La mecánica cuántica fue, sin lugar a dudas, la principal teoría física del siglo XX, y sus consecuencias y aplicaciones son extensibles a lo que llevamos de siglo XXI. Un buen número de campos de la física moderna, tales como la física atómica y molecular, el estado sólido y la ciencia de materiales, la física nuclear y de partículas, o la óptica cuántica (física del láser), son en definitiva aplicaciones de la mecánica cuántica. Esta disciplina subyace, además, en la explicación microscópica de todos los fenómenos químicos y biológicos, y es la base de gran parte de la tecnología más avanzada (nanotecnología, información cuántica, etc.). Asimismo, sus aspectos formales son también de gran interés para los matemáticos.
Sin embargo, desde sus orígenes no ha dejado de intrigarnos y sorprendernos pues, aunque la consideramos la teoría física de mayor éxito jamás desarrollada, sigue presentando enigmas considerables desde el punto de vista de su interpretación. En ese sentido, existe un problema muy gordo en la teoría cuántica, aunque para nada, la limite en su potencialidad: toda la tecnología actual, desde los teléfonos móviles hasta los escáneres que nos ayudan a detectar enfermedades, pasando por los sistemas de posicionamiento global, basan su funcionamiento en ella.
No obstante, a veces uno podría pensar que dicha teoría ha muerto de éxito. Muchos de sus usuarios se han habituado a trabajar usando el formalismo «sin importarles» de qué se está hablando «en realidad», y esto se ha acabado convirtiendo en un argumentum ad populum: como muchísima gente lo usa y no se pregunta mucho más allá de sus consecuencias prácticas pues, ¡hala, hagamos nosotros lo mismo! Pero, en definitiva, el problema sigue ahí.
A pesar de todo su éxito, no comprendemos realmente lo que esta teoría nos dice acerca del mundo que nos rodea. El formalismo matemático en el que se basa es potentísimo, y proporciona las más precisas predicciones de todo experimento que trate de estudiar la naturaleza de cualquier fenómeno que tenga lugar en la escala de lo muy pequeño. De acuerdo con esto, uno está tentado a pensar que tal comportamiento debería implicar una revelación profunda y esencial del mundo en el que vivimos. Sin embargo, existe entre la comunidad científica un enorme desacuerdo acerca de lo que la cuántica nos enseña sobre la «realidad» de las cosas o, peor aún, de si nos llega, en verdad, a decir algo de ella.
Incluso las cuestiones más simples que uno puede escudriñar en nuestro mundo cotidiano, se vuelven intrincadamente complicadas cuando las planteamos a nivel cuántico. Por ejemplo, imaginemos que queremos conocer la posición de un electrón. Nosotros, al menos aparentemente, vivimos en un mundo de tres dimensiones, de manera que uno esperaría utilizar tres números para localizarlo, exactamente de la misma manera que hacemos con cualquier objeto macroscópico que se mueva en el espacio. Pues resulta que en el mundo microscópico, esto no es suficiente: para localizar a un electrón, uno necesita una cantidad infinita de números, repartidos por todo el espacio.
Esta infinita cantidad de números, conocida como función de onda del electrón, obedece una preciosa ecuación llamada ecuación de Schrödinger, que describe con absoluta precisión cómo evoluciona dicha función tanto en el espacio como en el tiempo. Sin embargo, cuando observamos la posición de un electrón, mediante un experimento, sólo encontramos una pequeña mancha sobre una pantalla. ¿Por qué necesitamos entonces, esa cantidad ingente de puntos antes de realizar la medida de la misma?
Esta cuestión, relacionada aquí con la posición del electrón, no es más que un ejemplo de lo que suele ocurrir con cualquier otra magnitud que se desee caracterizar cuando uno se sumerge en las aguas de lo muy pequeño. En este sentido, el tratamiento del tiempo dentro del formalismo cuántico no constituye una excepción, y esto resulta fundamental porque en todas las ramas de la ciencia, y aún me atrevo a decir que en cualquier rama del conocimiento, comprender el tiempo se encuentra íntimamente ligado a comprender cualquier teoría en sí misma.
Hoy en día, atravesamos una época en la que plantear los experimentos adecuados y las preguntas correctas acerca de la naturaleza del tiempo pueden acercarnos muchísimo al corazón del misterio. Muchas de las propuestas que se han realizado para definir esas preguntas y esos experimentos han sido valientes, arriesgadas y siempre imaginativas, y aunque vamos comprendiendo cada vez mejor cómo tratar con el problema del tiempo en mecánica cuántica, queda aún mucho trabajo por hacer. Sólo espero que a ustedes, pacientes lectores, este artículo les haya motivado para que intenten profundizar un poco más acerca de cuál es la problemática del tiempo y cuál la de la física cuántica. ¿Quién sabe? Tal vez en un futuro no muy lejano, alguno de ustedes será capaz de contribuir a encontrar nuevos caminos y nuevas soluciones al trabajo ya realizado.
AUTORA Rafel Sala Mayato
ILUSTRACIÓN CARLA GARRIDO
Archivado en: Revista HipótesisEtiquetas: Número 11, Artículo, Ciencia y Tecnología, Universidad de La Lagun
Física
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