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Lunes 23 de diciembre de 2019

 
 

A mediados del siglo XIX, Paul Broca atendió a un paciente que sufría una alteración del lenguaje desde hacía años. Era conocido como Monsieur Tan porque aunque comprendía lo que le decían, su habla se limitaba a pronunciar la sílaba “tan”. Al fallecer Broca realizó su autopsia y descubrió una lesión en el lóbulo frontal izquierdo. Hizo público su hallazgo identificando esa región del cerebro como la responsable de la facultad del habla. Podemos imaginarnos la conmoción en la comunidad científica al demostrase por primera vez que una función mental superior, tan característica de la especie humana, tenía una base neurológica. Poco después el alemán Carl Wernicke informó que los pacientes con lesiones en el lóbulo temporal, situado en el hemisferio izquierdo, sufrían también alteraciones del lenguaje pero, en este caso, en la comprensión de las palabras. Ambas regiones cerebrales se conocen como el área de Broca y el área de Wernicke en honor a sus descubridores. A finales del siglo XIX todo parecía muy claro; hay dos estructuras cerebrales, bien definidas, en el hemisferio izquierdo, responsables de la codificación y de la articulación del habla.

Ambas áreas están conectadas por un puente de sustancia blanca denominado fascículo arqueado, que conecta funcionalmente la comprensión y la producción del habla, de tal manera que las personas con lesiones en el fascículo arqueado tienen problemas para repetir las palabras que escuchan al no poder transferir la información desde Wernicke a Broca.

Investigaciones recientes han constatado que las áreas clásicas tienen un gran protagonismo en los procesos de codificación y articulación del habla. Pensemos en la lectura de una novela. Nuestra área de Wernicke codificará y reconocerá las palabras (como si las oyésemos en nuestra mente), y si leemos en voz alta, el área de Broca coordinará la acción de los músculos de la boca, lengua, laringe y sistema respiratorio para articular las palabras. Pero esto no es toda la verdad. Comprender una novela requiere además la intervención de otras áreas cerebrales relacionadas con la representación del significado. Al leer hacemos una representación dinámica del mundo narrativo que incluye los escenarios, las relaciones espaciales entre los objetos, los eventos organizados en el tiempo y, sobre todo, los personajes, sus emociones, sus intenciones, metas, acciones, relaciones interpersonales, lo que saben y lo que ignoran en cada situación. En otras palabras, es como si simulásemos en nuestra cabeza una realidad virtual. Si registrásemos la actividad cerebral durante la lectura, podríamos comprobar que la corteza cerebral opera del mismo modo que cuando procesamos la experiencia real. Así, cuando leemos “el gato camina sobre el tejado” se activarían áreas responsables del procesamiento visual; “Juanita escuchó un bolero” activar el cerebro auditivo; “Arturo vio morir a su perro fiel” produciría actividad en los circuitos emocionales o “Juan ignora que María ha descubierto su afición al juego” el cerebro “mentalista” para calcular quién sabe qué y las consecuencias de ello. Pero, más allá de la intuición, ¿es esto cierto?

Se ha registrado la actividad cerebral mediante resonancia magnética funcional que nos permiten concluir que, en efecto, utilizamos regiones cerebrales específicas para procesar dimensiones diferentes del significado lingüístico. En caso de frases como “agarrar la pelota” se observa la activación de la corteza motora que controla los movimientos de las manos o al escuchar “lamer el helado” se activa el área motora de la mano. Estas activaciones se solapan con las que intervienen en la ejecución de las acciones reales.

A las mismas conclusiones llegamos de la observación de los pacientes con enfermedad de Parkinson, que tienen alterado su cerebro motor: muestran dificultades para comprender y nombrar verbos de acción, como “cortar”, “escribir” o “bailar”, lo que indica que el cerebro motor es necesario no sólo para programar y ejecutar movimientos, sino también para procesar el lenguaje de acción.

No todas las áreas relacionadas con el significado se activan simultáneamente, ni en todas las ocasiones. Si registrásemos en tiempo real la actividad cerebral durante la comprensión de una novela, el registro sería parecido a las luces de una discoteca que se encienden y se apagan siguiendo una pauta compleja dependiendo de los contenidos concretos que se estén procesando. Si “tradujéramos” esos destellos en notas musicales tendríamos una gran sinfonía, parecida a la que produce diariamente al manipular objetos, desplazarnos, interactuar con la gente o emocionarnos.

El modelo clásico “Broca-Wernicke-fascículo arqueado” es correcto, pero solo en relación al procesamiento del código lingüístico. Este debe incluir otras regiones cerebrales responsables de codificar diferentes dimensiones del significado. Estas regiones se distribuyen en el cerebro y son multifuncionales. Sus funciones primitivas -que compartimos con otras especies- son la percepción, la programación y ejecución de movimientos, las emociones o los procesos psicosociales. Se aplica aquí el concepto de la exaptación: las funciones más recientes en la evolución de las especies, reutilizan viejas estructuras con nuevas finalidades. Es lo que pasó con los dinosaurios en los que las plumas, que servían inicialmente como aislamiento térmico, derivó en sus descendientes, las aves, en instrumentos para el vuelo. En los humanos, el lenguaje, una función biológicamente muy reciente, se reutilizan oportunísticamente viejas redes cerebrales para procesar (o simular) el significado.

La gran sinfonía del lenguaje no necesita director. El propio flujo del lenguaje determina qué regiones neurales se activan en cada momento, aunque se precisa regular la información y sobre todo resolver conflictos, como los que generan los significados alternativos de las palabras. Si leemos “Luisa estaba cansada y se sentó en un banco”, la palabra banco tiene, al menos, tres significados: mueble urbano, edificio financiero, bandada de peces. Todos ellos se activan inicialmente, pero al cabo de 200 milisegundos, el significado apropiado permanece y los otros se inhiben.

La complejidad del lenguaje demanda una gran cantidad de recursos cerebrales. Una vez más el curioso mito según el cual sólo utilizamos un 10% de nuestro cerebro se demuestra falso: en el lenguaje utilizamos todos nuestros recursos disponibles.

 

REDACCIÓN MANUEL DE VEGA

ILUSTRACIÓN CARLA GARRIDO PUERTA


Archivado en: Revista Hipótesis
Etiquetas: Número 5, Artículo, Biomedicina y Salud, Hipótesis, Manuel De Vega, Universidad de La Laguna

Manuel De Vega
Profesor Emérito de la Universidad de La Laguna

Graduado en Psicología por la Universidad Complutense de Madrid (1974) y Doctor por la Universidad de La Laguna (1978), en las Islas Canarias. Desde 1982 fue Profesor Titular de Psicología en la Universidad de La Laguna, impartiendo cursos de grado y posgrado en Psicolingüística, Cognición Corporal y Neurociencia del Lenguaje.

Es el director del Neurocog Center, una amplia red de neurocientíficos en las Islas Canarias, que incluye un nuevo laboratorio con equipos avanzados de EEG/ERP, estimulación cerebral no invasiva y seguimiento ocular. Su equipo también emplea técnicas de neuroimagen (fMRI).

Psicología Cognitiva, Social y Organizacional

mdevega@ull.es