4 de octubre de 2022 – 00:00 GMT+0000Compartir
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La evolución es un proceso biológico lento pero imparable. Es una oda a la adaptación, donde las especies de animales y plantas se van acoplando a su entorno. Se trata de un proceso consustancial a la vida, continuo e inexorable, a lo largo del tiempo. Las especies no evolucionan aisladamente, porque siempre están en interacción con el medio y con otras especies. Forman parte, al fin y al cabo de complejos ecosistemas y participan en cadenas tróficas, consumiendo recursos y siendo consumidos a su vez. En esta “lucha por la supervivencia y la reproducción”, las especies desarrollan continuamente recursos tanto para defenderse como para medrar y reproducirse. Así, las plantas desarrollan púas y sustancias químicas para evitar ser la cena de algún herbívoro al mismo tiempo que despliegan formas y colores atractivos para los insectos que las polinizan.
El problema de las denominadas “especies invasoras” reside en la perturbación que su aparición en un ecosistema genera en el delicado equilibrio de este. Cuando una nueva especie se introduce en un ecosistema el resto de las especies del mismo deben “encajar” la presencia y sus efectos del desconocido, algo para lo que de entrada no están preparadas. Puesto que no han tenido tiempo para adaptarse al nuevo entorno redefinido por la presencia de la nueva especie los efectos son impredecibles. El resultado es, en muchas ocasiones, cambios drásticos del ecosistema que supone, a corto plazo, efectos negativos sobre las poblaciones de otras especies, en muchos casos provocando el desplazamiento de las especies autóctonas y en los casos extremos la desaparición de otras..
Los principales culpables de la introducción brusca de nuevas especies en los distintos ecosistemas es, desde luego, la especie humana. Con nuestra capacidad de transportarnos rápidamente, y junto con nosotros a otros organismos, de un continente a otro actuamos como agentes introductores, voluntarios o no, de especies. A partir de ahí lo que puede ocurrir puede ser… cualquier cosa. En muchos casos esas especies no proliferan en el nuevo medio, que no se ajusta a las condiciones para las que están adaptadas. Pero pueden ocurrir muchas otras cosas. Por ejemplo, que algunas se adapten, aún con dificultades, e inicien una línea de evolución en el nuevo medio que terminará alterado a medio o largo plazo. O que la nueva especie encuentre en el nuevo hábitat un entorno mucho más favorable que provoque que se dispare su población, a expensas de los recursos que venían siendo utilizados por otras especies.
El caso del Parque Nacional del Teide
El Parque Nacional del Teide se encuentra ubicado en el centro de la isla de Tenerife. Rodea el volcán que le da nombre con casi 19.000 hectáreas a una altitud media de 2.000 metros sobre el nivel del mar. La zona de mayor altitud se encuentra en la cima del volcán, a 3.715 metros. Declarado Patrimonio Mundial de la Humanidad por la UNESCO en 2007, es un entorno descrito por muchos naturalistas como el de “una isla dentro de otra isla”. Su altitud y su geografía volcánica le confieren unas condiciones climáticas muy diferentes a las que podemos encontrar algunos cientos de metros más abajo. El suave clima subtropical de las islas se torna en un duro clima continental de montaña, con temperaturas extremas y escasa pluviometría.
Este lugar “marciano” en medio de la isla de Tenerife es visitado por más de tres millones de turistas cada año; no es difícil imaginar el impacto que esta presión ejerce sobre este entorno. Pero no es el turismo el único agente que está afectando al Parque Nacional del Teide; unos recientes residentes están haciendo estragos entre su flora, que incluye a especies vegetales únicas en el mundo, endémicas, que solo se dan en el Parque. Es el caso del tajinaste rojo (Echium wildpretii), el rosal del guanche (Bencomia exstipulata), el alhelí del Teide (Erysimum scoparium), la retama del Teide (Cytisus supranubius), la jara de Las Cañadas (Cistus osbeckifolius) o la violeta del Teide (Viola cheiranthyfolia.
Se trata del conejo y el muflón. En primero llegó con los conquistadores, que lo trajeron para tener un recurso alimentario más. Desde entonces ha sido capaz de adaptarse a este entorno: animal esquivo y voraz y se reproduce con extraordinaria facilidad y ha entrado a formar parte de la dieta de otros depredadores. La especies vegetales del Parque, como las citadas antes han evolucionado sin la presencia de grandes depredadores, razón por la que no han tenido necesidad de desarrollar defensas naturales específicas contra estos nuevos herbívoros. Jonay Cubas, investigador del Departamento de Botánica, Ecología y Fisiología Vegetal de la Universidad de La Laguna, ha estudiado el impacto de los conejos en la flora del Parque Nacional del Teide. Para este biólogo “el conejo es el mayor transformador del paisaje del parque. El Parque Nacional del Teide no volverá a ser como lo era antes de la llegada de los conejos, han transformado el territorio, llevando al límite a varias especies de plantas”. Un caso claro es el de la Retama del Teide. “A los conejos les encantan los ejemplares jóvenes de retamas. El resultado es un envejecimiento de la población y el riesgo de extinción”. Los últimos censos arrojan que en el parque hay tres conejos por hectárea. Esto supone 57.000 conejos en total; una cantidad que “habría que bajar a 0,5 por hectárea para darle al parque la oportunidad de recuperar la situación original”.
El caso de los muflones es diferente. Se trata de animales mucho menos numerosos e introducidos más recientemente. En 1971, los aficionados a la caza de Tenerife echaban de menos las monterías. Avivado este interés por una armería local, el Instituto para la Conservación de la Naturaleza (ICONA) valoró positivamente la idea de la introducción de una especie que sirviera para estos fines. Encontraron una cabra montesa originaria de Cerdeña y Córcega (Italia) habituada a vivir en alta montaña, procediendo a la introducción de once ejemplares en el Parque; siete hembras y cuatro machos, acto del que se hicieron eco los medios informativos. Los once ejemplares iniciales se han convertido en más de un centenar que campan a sus anchas alimentándose de la flora local. Aunque cada año un millar de cazadores se apuntan a las batidas de control de esta especie, su erradicación dista mucho de haberse conseguido después de más de treinta campañas. El nuevo plan estratégico del parque plantea erradicarlos en cinco años.
Se trata de dos casos de intervenciones en sistemas medioambientales que han tenido impactos no deseados en un entorno sensible y extremadamente valioso. Ejemplos que ponen de manifiesto el exquisito cuidado que hemos de tener en lo que a la preservación de nuestros ecosistemas se refiere.
AUTOR Juanjo Martín
ILUSTRACIÓN CARLA GARRIDO
Archivado en: Revista HipótesisEtiquetas: Número 12, Artículo, Ciencia y Sociedad, Universidad de La Laguna
FGULL
jjmartin@fg.ull.es