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EL FILO DE LA NAVAJA

La invención de Dios

20 de enero de 2023 – 00:00 GMT+0000
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Cuando el antropoide que nos precedió comenzó a utilizar su aparato cognitivo, es previsible que, durante un período soleado, dirigiese su mirada hacia el firmamento. La gran estrella se encendía al amanecer, lo hacía con una curiosa disciplina y mantenía el calor durante el día, lo que ayudaba a la búsqueda de alimento y a la reproducción de las especies. Algo más tarde, una vez que la observación fue convirtiéndose en una práctica habitual, se percató de que las aguas se movían como si algo las impulsara, que el viento arreciaba a su antojo, que la lluvia se desencadenaba sin aviso aparente, y que todo eso ocurría con cierta elegancia rítmica o con modificaciones drásticas de su intensidad. Con el correr de la historia, al principio de forma imprevista y luego como siguiendo un patrón, se inundaban los campos, lo que servía para bañarlos, nutrirlos o arrastrar los carros de combate de los que osaban acosar con malas intenciones a los pueblos elegidos. Así, de alguna forma, se iba construyendo poco a poco una teología de campaña para justificar los principios en los que se basan los fenómenos naturales. 

«En ocasiones, alguien deja abierta la puerta del arcón donde se guardan las plagas y las enfermedades se globalizan»

En torno a esa época primitiva es previsible que, con diferentes nombres, comenzara a inventarse a Dios, al que jamás ha sido posible entrevistar en condiciones, ni siquiera comentar con él –o con ella, a saber– los motivos de su enfado cuando truenan los cielos, aúllan los volcanes, se le abren las carnes a los mares y los jardines del paraíso se convierten en tremedales que parecen despejar las puertas del infierno. En ocasiones, alguien deja abierta la puerta del arcón donde se guardan las plagas y las enfermedades se globalizan. Sin embargo, como si ya se naciera marcado, no es raro que en terrenos determinados se produzcan maridajes entre Sodoma y Gomorra, y todas las culpas de la humanidad se acaben pagando en el mismo sitio con objeto de simplificar los trámites. Lo cual sugiere que, desde el mismo instante de la invención, se produjo un cierto acuerdo para que el desarrollo de la historia resultase de una colaboración entre el creador y sus creaciones.

En la explicación de fondo, es inevitable retornar al momento en el que comenzaron las cosas, lo cual puede tener que ver con la identificación de leyes que rigen el baile de la materia, e implicar igualmente una fijación de responsabilidades. Si las aguas y las tierras se desbocan en respuesta a un entramado de ecuaciones enrevesadas, podemos tratar de entenderlas, desentrañarlas e, incluso, buscarles solución. Pero si la responsabilidad está en otro sitio habrá que ir pensando en solicitar audiencia. Dicen que a Stephen Hawking se le ocurrió la idea de jubilar a Dios, por considerarlo innecesario para una explicación coherente del origen y el desarrollo del universo. Tradicionalmente, eso suele irritar e inquietar a buena parte de los teólogos. Parece que fue un arzobispo de Canterbury quien afirmó que la física, por sí sola, resulta incapaz de resolver la cuestión de «por qué existe algo en lugar de nada», y puede que tenga razón. Sin embargo, el problema científico y filosófico –si es que en este punto pueden separarse ambas visiones– precisa de más argumentos que la simple creencia en un agente inteligente y vivo de cuya actividad dependa, en última instancia, todo lo que existe. En el fondo, es posible que el físico inglés y el clérigo anglicano puedan estar hablando de lo mismo, como ha ocurrido a lo largo de la historia en la pugna entre la ciencia y el dogma de cada credo, entre la razón y la fe, entre el atrevimiento intelectual y la cómoda aceptación de las normas de la catequesis. En una ocasión, el jesuita Hugo Lasalle, tras vivir durante varias décadas en Asia en estrecho contacto con las visiones espirituales de Oriente, escribió que a Dios –entendiéndolo como ese supuesto agente creador que explicaría el origen y la responsabilidad de todo– habría que buscarlo en el interior. Puede que esa sugerencia tenga mucho que ver con los sentimientos de cada cual y muy poco con la doctrina de cualquier facción religiosa. En una dirección similar, Raimon Panniker, también sacerdote católico, con raíces juveniles cercanas al pensamiento ofuscado e invasor del Marqués de Peralta, propugnó el diálogo como vía para evitar las interpretaciones monocolores, lo que incluye el que se mantiene con uno mismo a través de las diferentes manifestaciones del arte y la literatura. Bien es verdad que Panniker llegó a estas posiciones tras doctorarse en una ciencia dura, ejercer como docente en Harvard y estudiar con humildad diferentes aproximaciones místicas, y no solo las procedentes de su ámbito cultural.

En definitiva, y a pesar de su torpeza y de hacerlo en el seno de un entramado diseñado para lo contrario, aquel antropoide que miraba el firmamento ha aprendido a hacerse preguntas. En ocasiones las contesta con cierta sensatez, con amagos de cordura y con gestos que muestran signos de inteligencia. En otras, se queda aún perplejo contemplando el horizonte y achaca sus miserias a designios oscuros, a libros secretos y al cumplimiento de profecías emitidas en épocas demasiado lejanas como para someterlas a comprobación y contraste. En los raros momentos en los que el mundo se para, el antropoide es capaz de mirar hacia dentro, de atisbar en los agujeros negros de su cerebro, donde la masa del universo se hace invisible y la energía que atesora es tan exagerada que ya casi ni se siente, volviéndose todo del revés y pareciendo que lo de arriba está abajo, lo blanco es negro y el vacío es fuente de contenidos infinitos.

AUTOR Larry Darrell

ILUSTRACIÓN CARLA GARRIDO


Archivado en: Revista Hipótesis
Etiquetas: Numero 14, Artículo, Ciencia y Sociedad, Universidad de La Laguna

Larry Darrell
Investigador