Rodrigo Delgado Salvador,
Aula Cultural Cassiopeia.
A lo largo de las entregas de esta sección hemos hecho un viaje que nos ha llevado desde la búsqueda de planetas más allá del sistema solar hasta consideraciones a tener en cuenta en el caso de que los visitásemos. Ahora, imaginemos que por fin hemos llegado a uno de estos planetas. ¿Qué nos espera? ¿Qué podemos encontrar?
Gemelos en el espacio
Tal vez tengamos suerte y nos encontremos con un planeta parecido a la Tierra, es decir, dentro de su zona de habitabilidad, lleno de agua y con una atmósfera de nitrógeno y oxígeno. ¿Es una imposibilidad estadística? No. Lo cierto es que la misión Kepler ha detectado varios candidatos a «Tierra 2» entre los miles de exoplanetas que ha descubierto.
La bioesfera que nos espera en un gemelo terrestre es tema de fuerte discusión en la comunidad científica. Estamos acostumbrados a que en las películas y series de ciencia ficción, la vida en planetas similares sea idéntica a nosotros. ¿Son los vulcano de Star Trek Enterprise o los jaffa de Stargate una limitación de presupuesto, o tienen sentido desde el punto de vista científico? La respuesta tiene dos partes: el principio antrópico y la evolución convergente.
El principio antrópico estipula que nuestras observaciones y conjeturas sobre el Universo están filtradas por nuestra propia existencia. O lo que es lo mismo, consideramos que el mundo es como es porque existimos en él. Si bien es un principio que cabalga entre la Filosofía y la Ciencia, se tiene en cuenta a la hora de explorar el espacio en busca de vida. Porque, dado que sólo tenemos un ejemplo de vida —la que se ha formado en nuestro planeta —, tal vez los filtros que consideramos necesarios para que exista están deformados por nuestras expectativas. Sin embargo, si el principio es sólido y el universo tiene un cierto je ne sais quoi por la vida como nosotros la conocemos, entonces es razonable asumir que encontraremos vida muy parecida a la que hay en la Tierra en otros lugares de la galaxia. ¿Cómo de parecida? Eso depende de la evolución convergente.
La evolución convergente es una idea con un recorrido casi tan largo como la propia evolución. En resumen, trata de explicar el hecho de que diferentes organismos no relacionados evolutivamente han llegado, a través del proceso evolutivo, a soluciones muy parecidas para la supervivencia. Esto es sorprendente porque, si la naturaleza cuenta con casi infinita variabilidad, ¿cómo puede llegar a copiarse para resolver problemas? La respuesta la tiene la parte que hace la selección en el proceso de la evolución: las presiones selectivas. Es decir, bajo las mismas condiciones ambientales (tales como la gravedad, el medio en el que se desarrolla la vida, los depredadores y otros agentes capaces de acabar con un organismo dado o modificar el ambiente en el que vive), distintos organismos pueden evolucionar a soluciones similares para alcanzar una misma ventaja evolutiva. Este es el caso de los pterosaurios, los murciélagos y los pájaros, que desarrollaron alas por caminos distintos. Por eso cuando en The Daleks de Doctor Who, los Thal son actores maquillados para parecer algo más pálidos de lo normal, podríamos estar ante una representación ajustada de una evolución convergente en un planeta parecido al nuestro. Pero por supuesto, esto no impide que, en condiciones ligeramente dispares encontremos vida más extraña. Y que, al transportarnos al Outworld de la serie Mortal Kombat, nos encontremos con los Shokans, seres que conservan la idea de brazos y piernas, pero no el número, por ejemplo.
Primos lejanos
Si no tenemos tanta suerte y el planeta que encontramos es más inhóspito que la Tierra, aún podemos estirar el principio antrópico y afinar nuestros sensores hacia las versiones más extremas de la vida que conocemos. Buscaremos formas más grandes de los extremófilos que se pueden encontrar entre nosotros.
Los extremófilos son formas de vida adaptadas a condiciones extremas, ya sea de temperatura, presión o radiación, entre otros. Para cada magnitud que podamos relacionar con la probabilidad de que la vida surja, podemos encontrar algún ser microscópico que pervive en un extremo. Sin embargo, a pesar de lo increíblemente alienígena que puedan resultarnos bacterias capaces de sobrevivir bajo radiaciones como las de una central nuclear (como el Deinococos) o microbios que se reproducen en un entorno de pH 0 (como el Picrophilus), estos seres existen en nuestro planeta. Aunque hay razones químicas y biológicas para considerar improbable que seres más grandes que unas bacterias puedan sobrevivir en este tipo de condiciones, no es imposible imaginar un camino evolutivo que tome notas de las adaptaciones de estos supervivientes avezados para generar otros capaces de desarrollar nuevas capacidades, como las Amebas Espaciales del juego de estrategia 4X, Stellaris.
Por la madriguera de conejo
Sin embargo, aún queda una última opción. ¿Y si el planeta que encontramos es para nosotros, literalmente, inhabitable? ¿Qué pasa si no cumple, ni en los casos más extremos, las condiciones para la vida? Puede que no haya agua, sino lagos de metano líquido. Puede que no tenga una superficie rocosa, si no que sea una aglomeración planetaria de gases de varios tipos azotados por tormentas gigantes que lo recorren de hemisferio a hemisferio, como Júpiter. En este caso, ¿deberíamos darnos la vuelta y buscar en otra parte?
Aquí entramos en la madriguera de conejo que son las bioquímicas hipotéticas. Esta discusión, en boga hoy en día en la comunidad científica gracias a los avances en nuestra capacidad para conseguir información sobre la composición química de los exoplanetas, es de gran utilidad para los creadores de ciencia ficción. A la comunidad científica le interesa las composiciones químicas, respetando las leyes del universo, pudieran ser teóricamente compatibles con la formación de sistemas complejos que cumplan los requisitos para poder ser considerados seres vivos. Ideas como la vida basada en el silicio (como en Expediente X, en el capítulo Firewalker) o vida interestelar que convierte directamente la energía en materia (La amenaza de Andrómeda, de Michael Crichton) son extrapolaciones de algunas de estas hipótesis. Estos planteamientos nos llevan de forma natural a una nueva pregunta: ¿qué consideramos «vida»?
La reflexión en torno a esta cuestión nos lleva a reconsiderar la validez del principio antrópico. Uno de los detractores más famosos de este principio es Carl Sagan, astrónomo y astrobiólogo, que definió uno de los corolarios de dicho principio -la idea de que la vida debía estar basada en el carbono -, como «chovinismo del carbono», argumentando que nuestra biología no debe limitar nuestras expectativas a la hora de buscar vida en otros mundos.
Si bien es cierto que hay razones químicas y físicas por las que el carbono es la pieza fundamental de la biología en nuestro planeta —su abundancia, su facilidad para unirse a otros elementos, la geometría de sus uniones, su temperatura estable—, es innegable que muchas de estas condiciones no son inherentes a la propia vida, sino que pueden considerarse simples casualidades de nuestro lugar en el Cosmos. De hecho, cuanto más exploramos, mayores se hacen los rangos que debemos considerar como propicios para la vida. No es descabellado asumir que, cuando nos adentramos en el océano cósmico que nos rodea y nos encontremos las primeras islas en este universo, descubriremos, como hizo Darwin hace ya casi 200 años, una nueva demostración de la diversidad e imaginación inherentes a la vida que apena podemos llegar a imaginar.