8 de marzo de 2023 – 00:00 GMT+0000Compartir
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Lucas P.
En los círculos científicos de principios del siglo XIX imperaba la creencia de que las sustancias químicas pertenecían a dos grandes categorías de límites infranqueables. Por un lado estaban aquellas elaboradas por los seres vivos y para las que Berzelius acuñó el término orgánico; por otro lado se encontraban los sólidos, líquidos y gases del mundo mineral, que se clasificaron como compuestos inorgánicos. Esta teoría conocida como Vitalismo mantenía que era imposible obtener compuestos orgánicos a partir de otros inorgánicos debido a que los primeros, dado su origen biológico, estaban dotados de una “fuerza vital” de la que carecían las sustancias inorgánicas. Esto no debería resultar del todo ilógico si tenemos en cuenta que la complejidad de los seres vivos los hace parecer al margen de las leyes de la Física y de la Química que gobiernan el comportamiento del resto de la materia.
No obstante, las ideas vitalistas comenzaron a ponerse en duda en 1828 cuando Frederick Wöhler obtuvo accidentalmente urea, un compuesto indudablemente orgánico presente en la orina, tras calentar cianato de amonio, un compuesto inorgánico.
El experimento de Wöhler no fue concluyente para todos los defensores del vitalismo, que argumentaron que la fuerza vital que había hecho posible la conversión debía provenir de las manos del propio Wöhler. No obstante marcó un antes y un después, como puso de manifiesto el químico Justus von Liebig en 1837: “la extraordinaria y hasta cierto punto inexplicable producción de urea sin asistencia de funciones vitales por la cual nos encontramos en deuda con Wöhler, debe ser considerada uno de los descubrimientos con los cuales ha comenzado una nueva era en ciencia”.
Las conclusiones del experimento, que suele considerarse como el punto de partida de la Química Orgánica Sintética, fueron posteriormente confirmadas, primero por Kolbe y luego por Berthelot, al obtener otras sustancias orgánicas a partir de precursores inorgánicos. Desde entonces el vitalismo fue decayendo hasta ser abandonado por la ciencia, pero ¿desapareció también del ámbito popular? ¿O se sigue atribuyendo a las sustancias elaboradas por los organismos vivos algunas propiedades especiales frente a sus réplicas de origen sintético? Para aproximarnos a la respuesta podríamos hacer una encuesta sencilla entre la población dando a escoger, por sus efectos beneficiosos para la salud, entre la vitamina C sintetizada en un laboratorio farmacéutico y la obtenida exprimiendo unas naranjas. Probablemente la mayoría de los entrevistados se incline hacia la segunda opción por encontrar más garantías en un producto natural que en su contrapartida sintética. No obstante, esta elección no tiene fundamento científico, dado que para nuestro organismo no distingue entre la vitamina sintética y la natural.
El término “orgánico” se emplea de manera correcta para designar a alimentos cultivados en ausencia de fertilizantes y/o pesticidas y por ello supuestamente más saludables que aquellos otros suministrados por la agricultura intensiva; la confusión comienza cuando se cree que lo natural y lo químico son mundos diferentes y mutuamente excluyentes; muy probablemente hemos escuchado la frase “no contiene nada químico” para referirse a algún producto de origen natural. Realmente todo es química y en la actualidad los compuestos de origen biológico se aíslan, caracterizan y sintetizan en muchos laboratorios, sin insuflación alguna de fuerza vital, siendo idénticos a los elaborados por los seres vivos.
Quizá los remanentes de las tesis vitalistas están aún entre nosotros y expliquen, por ejemplo, que algunos alimentos sean considerados altamente recomendables para la salud por el simple hecho de tener un origen biológico. Entre estos “alimentos nobles” tenemos a la miel de abeja, que es esencialmente una mezcla de azúcares sencillos. Sabiamente no dudamos en demonizar a los refrescos, zumos, dulces, caramelos y muchos otros productos alimentarios que contienen cantidades importantes de azúcares por sus efectos negativos para la salud, sin embargo somos mucho más indulgentes con la miel, aduciendo efectos beneficiosos atribuibles a su mayor poder edulcorante o a diversos componentes de este tesoro alimenticio entre los que se incluyen antioxidantes, vitaminas, proteínas, sustancias con actividad antibiótica, etc. Sin embargo, el análisis químico revela que esencialmente 100 gramos de miel se componen de 22,54 g de agua y de 75,36 gramos de hidratos de carbono (69,26 g de glucosa y fructosa y 6,10 g de sacarosa), lo que deja 2,1 g para proteínas, vitaminas, minerales, etc. Se trata por tanto de un alimento muy energético, con cantidades muy elevadas de azúcares y un contenido poco importante en vitaminas y minerales; esto convierte a la miel en un alimento de escaso valor nutricional, cuyos efectos beneficiosos no parecen justificar el perjuicio que para la salud supone la ingesta de cantidades importantes de azúcares sencillos.
Tan extendida como la aceptación que tienen los alimentos naturales es la afición a los remedios a base de plantas medicinales cuya actividad y supuesta inocuidad se basa en el uso tradicional y el conocimiento acumulado. Esto es especialmente importante en aquellas regiones del mundo en las que la población no tiene acceso a las medicinas convencionales. El peligro aquí puede ser aún mayor cuando damos por sentado la ausencia de toxicidad y olvidamos que los venenos más efectivos los provee la naturaleza. Afortunadamente, las intoxicaciones con plantas no suelen tener un desenlace fatal, si bien no son raras, sobre todo en niños pequeños. En ocasiones la dosis no se respeta, en otras se desconoce que la planta sea tóxica, llegando incluso a emplearse en medicina tradicional como las especies del género Crotalaria (Fabaceae) para tratar las tos en niños en el Caribe. También hay casos de interacciones entre principios activos cuando se mezclan plantas o se administran simultáneamente con medicamentos convencionales.
Sorprendentemente, 195 años después del experimento que hizo permeable la frontera entre lo natural y lo sintético, el vitalismo sigue presente de una forma u otra en un importante sector de la población que otorga sin paliativos efectos beneficiosos e inocuidad a los productos naturales, a la vez que ve con recelo a los mismos compuestos o a sus análogos obtenidos por síntesis química.
AUTOR Lucas P.
ILUSTRACIÓN CARLA GARRIDO
Archivado en: Revista HipótesisEtiquetas: Numero 14, Artículo, Ciencia y Sociedad, Universidad de La Lagun