EL FILO DE LA NAVAJA
martes 2 de agosto de 2021 – 00:00 GMT+0000
El pasado 6 de mayo revisaba algunas de las sugestivas ideas de Humberto Maturana sobre la autopoiesis, término propuesto por él y su discípulo Francisco Varela hacia 1972, como un fenómeno circular en el que las moléculas orgánicas se organizan formando redes de reacciones capaces de producir las mismas moléculas de las que están integradas. Hacia la misma hora, Maturana fallecía en Chile a los 93 años. Aunque probablemente transité por los mismos rincones de Cambridge que él habría pisado veinte años antes que yo, no tuve la oportunidad de conocerlo y charlar con él hasta finales de los ochenta, tomando un café en La Laguna, cuando tuvo la gentileza de regalarme la última edición de su obra más celebrada: De máquinas y seres vivos.
Tras estudiar biología y algún curso de medicina en la Universidad de Chile, en 1954 Humberto Maturana Romesín iniciaba su formación de posgrado con 26 años, primero en el Colegio Universitario de Londres y seguidamente en la Universidad de Harvard y el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Cuatro años después obtenía su doctorado en Harvard con el trabajo titulado The fine structure of the optic nerve and tectum of annurans. An electron microscope study. Hasta su vuelta a Chile, Maturana se incorporó a un grupo de investigadores de formación diversa en el Departamento de Ingeniería Eléctrica del MIT, que estaban iniciando el estudio del sistema nervioso experimentalmente con objeto de comprender las bases biológicas del conocimiento.
Todo había comenzado en torno a Norbert Wiener. Desde una profunda formación filosófica y matemática —no en vano había estudiado con Bertrand Russell—, además de su trabajo durante la II Guerra Mundial en el diseño de sistemas de defensa frente a los ataques de aeronaves militares, Wiener estableció los fundamentos teóricos de la cibernética, la robótica, la computación y los ingenios autómatas. En aquellos años, el joven Maturana colaboró intensamente con algunos pioneros en el desarrollo de la neurociencia cognitiva, como Jerry Lettvin, Warren McCulloch y Walter Pitts. Lettvin había estudiado neurología y psiquiatría, siendo uno de los primeros neurofisiólogos que registró la actividad eléctrica en los axones amielínicos de los vertebrados. Pitts disponía de una formidable formación en lógica y matemáticas, y junto con McCulloch había creado modelos computacionales basados en algoritmos, profundizando en las bases biológicas del funcionamiento cerebral y en la aplicación del conocimiento de las redes neuronales a la inteligencia artificial. Maturana, por su parte, finalizaba en aquella época su educación como científico, antes de volver a Chile en 1960 e iniciar una larga etapa en la que combinó la investigación experimental y la reflexión filosófica en torno a la biología de la cognición.
Un ejemplo representativo de aquellas colaboraciones lo constituyen tres títulos que forman parte de la historia de la ciencia. En A logical calculus of the ideas immanent in nervous activity, McCulloch y Pitts, partiendo del conocimiento existente en la primera mitad del siglo XX sobre la actividad sináptica y la conducción del impulso nervioso, elaboraron una aproximación al funcionamiento de las redes neuronales mediante la aplicación del simbolismo lógico de Rudolph Carnap, inspirados por la obra de Russell y Whitehead, junto a los que habían estudiado. Resulta asombrosa su clara interpretación de la excitación y la inhibición sinápticas cuando los resultados experimentales en los sistemas sensoriales aún estaban siendo analizados; también, su evidente conocimiento de los circuitos reverberantes que había descrito Rafael Lorente de No, discípulo de Cajal, cuyos esquemas utilizan en su ensayo, aunque sin citarlo.
Se cuenta que cuando Lettvin, —un científico heterodoxo, además de activista, que combinaba su interés por la ciencia con la filosofía y la poesía— presentó el trabajo titulado What the frog’s eye tells the frog’s brain durante una conferencia, recibió como respuesta el escepticismo de sus colegas, lo cual no impidió que aquel texto acabara siendo la publicación científica más citada del mundo durante la década siguiente. En el célebre artículo —considerado como revolucionario en su época y ampliado un año después en Anatomy and physiology of vision in the frog—, Lettvin y Maturana, junto a McCulloch y Pitts, presentaron la primera demostración de la existencia de los «feature detectors», neuronas individuales o grupos de neuronas que respondían a características específicas de un estímulo visual, como bordes, movimiento y modificaciones en los niveles de iluminación. Tal como escribieron entonces: «el ojo le habla al cerebro en un lenguaje que ya está altamente organizado e interpretado, en lugar de transmitir una copia más o menos precisa de la distribución de la luz sobre los receptores de la retina».
De vuelta a Chile, Maturana continuó durante algunos años las investigaciones comenzadas en Cambridge sobre el procesamiento de los estímulos visuales, especialmente a través de su colaboración con Francisco Varela, un joven biólogo con formación filosófica y matemática que le planteó su interés por conocer «el psiquismo del universo», a lo que Maturana contestó: «de acuerdo, comencemos por las palomas». Tras defender su tesis en 1970 sobre el tratamiento de la imagen visual en los insectos, bajo la dirección de Torsten Wiesel —premio Nobel junto a David Hubel en 1981 por sus estudios sobre la corteza visual—, Varela se unió a Maturana en el análisis del sistema visual de las aves, al mismo tiempo que en 1972 publicaban De máquinas y seres vivos, donde lanzaban el concepto de los sistemas autopoiéticos, capaces de crear los componentes que los integran.
Su colaboración continuó hasta finales de los ochenta, incluyendo su segunda aportación teórica más importante al publicar en 1984 El árbol del conocimiento, una introducción a la biología de la cognición desde posiciones más integradoras que reduccionistas. A partir de entonces sus actividades se desarrollaron de forma independiente, pero con evidentes influencias recíprocas. Como el mismo Maturana confesara en nuestro encuentro lagunero, «de repente me vi rodeado de palomas a las que había abierto el cráneo, y comencé a dudar de que aquello tuviera sentido». Varela, por su parte, continuó una atrevida aventura en la frontera entre la ciencia y lo subjetivo, combinando los hallazgos de la neurociencia cognitiva con la introspección budista. En 1992, con Evan Thompson y Eleanor Rosch, publicó De cuerpo presente, con el objetivo de explorar «la posibilidad de una interrelación entre las ciencias cognitivas y la experiencia humana».
Con demasiada antelación, Varela tomó el transbordador en 2001, a los 54 años y en plena actividad investigadora sobre los mecanismos neurales de la cognición. Maturana lo ha hecho hace unas semanas, prácticamente en la fase de promoción de su último libro, La revolución reflexiva, escrito junto a Ximena Dávila. La historia natural de ambos chilenos constituye una permanente reflexión en torno a las preguntas básicas desde diferentes disciplinas. A partir de su idea de la autopoiesis, surgida del diálogo entre ambos hacia 1970, su obra ha tenido impacto en áreas tan diversas como las neurociencias, la sociología, la tecnología, la psicología, la filosofía o la literatura. Por terminar con una frase de Maturana, tal vez oportuna para la época actual, «se dice que el progreso tiene que ver con la competencia… no quiero desvalorizar a Darwin, pero es un hecho que cuando competimos, el autoengaño es pensar que mi bienestar radica en negar al otro».Compartir
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AUTOR Larry Darrell
ILUSTRACIÓN Jen del Pozo
Archivado en: Revista HipótesisEtiquetas: Número 9, Sección, Universidad de La Laguna