La nueva pandemia producida por el coronavirus SARS-CoV-2 irrumpió en 2019 de manera abrupta en la sociedad, originando una emergencia sanitaria a nivel mundial sin precedentes. La enfermedad, denominada COVID-19, presenta una baja mortalidad en relación a otros coronavirus pero debido a su elevada contagiosidad se ha propagado por todo el mundo (Tabla 1).
La gravedad y desarrollo de la infección por SARS-CoV-2 está vinculada al estado nutricional de los pacientes. Un estado nutricional adecuado favorece la respuesta inmunitaria y por tanto mejora el pronóstico. Por el contrario la malnutrición, tanto por defecto como por exceso, incrementa el riesgo frente a la COVID-19 (Figura 1). La desnutrición no es un factor de riesgo de la enfermedad sino que puede llegar a ser una consecuencia de la misma; al comprometer la respuesta inmunitaria, incrementa la estancia hospitalaria y la mortalidad con los consiguientes costes sanitarios que conlleva.
Por otro lado, el Síndrome Metabólico, asociado al sobrepeso y a la obesidad, diabetes tipo 2, dislipemias e hipertensión se ha erigido como un factor de riesgo decisivo en la gravedad manifestada por el COVID-19. De hecho, aproximadamente la mitad de los pacientes ingresados con COVID-19 en las unidades de cuidados intensivos españolas presentaban obesidad. La obesidad restringe la respiración, debilita la respuesta inmunitaria y acentúa la inflamación. La adiposidad visceral excesiva asociada a la enfermedad y el exceso de ingesta calórica sin un gasto energético proporcional afecta a la cantidad y al tamaño de los adipocitos lo que, a su vez, inicia el proceso inflamatorio.
Durante la pandemia las pautas de alimentación se modificaron. El mismo confinamiento que sirvió para frenar la curva de contagios también fomentó una alimentación deficiente, hipercalórica y desequilibrada así como estilos de vida sedentarios (Figura 2): aumentó el consumo de alimentos poco nutritivos, ultraprocesados y de bebidas alcohólicas. La cuarentena produjo también estrés psicológico, con sus efectos negativos sobre el sueño (insomnio) y la ansiedad, lo que puede afectar al comportamiento alimentario y al sistema inmune.
Es importante desarrollar estrategias preventivas frente a la COVID-19, entre la
s cuales el cuidado de la nutrición puede ser crítico por sus efectos en el mantenimiento del sistema inmune. En este sentido la dieta mediterránea resulta eficaz en la prevención y tratamiento de la COVID-19 (Figura 3) por su elevado contenido en verduras, frutas, cereales integrales, frutos secos y aceite de oliva y también por su bajo contenido en grasas saturadas e hidrogenadas y azúcar.
Se debe controlar el perfil lipídico de la dieta; particularmente restringiendo los ácidos grasos saturados. El ácido oleico abundante en el aceite de oliva, debe ser el mayoritario en la dieta. Dentro de los ácidos grasos poliinsaturados los de la serie w-6, presentes en muchos aceites de semillas, tienen capacidad antimicrobiana, antiviral y antioxidante aunque presentan el inconveniente de ser pro-inflamatorios. Los ácidos grasos del pescado, mariscos y algas reducen la inflamación y activan las células del sistema inmune. Entre los ácidos grasos w-3 destacan el eicosapentaenoico y el docosahexaenoico, por su efecto beneficioso frente a la COVID-19, incluyendo potencial para reducir días de tratamiento, necesidad de ventiladores y tasa de mortalidad.
La ingesta baja de proteínas aumenta el riesgo de infección. Los pacientes con COVID-19 tienden a presentar desnutrición en el momento de la hospitalización; la inmovilización prolongada y respiración asistida contribuyen a la pérdida de masa muscular. Pero las dietas ricas en proteínas de origen animal se han asociado con efectos pro-inflamatorios; por el contrario, se atribuyen propiedades anti-inflamatorias a las proteínas de origen vegetal. Aminoácidos como la arginina o la glutamina mejoran la respuesta inmunitaria en la COVID-19.
Los pacientes que padecen la COVID-19 suelen presentar deficiencia de micronutrientes (vitaminas y minerales). Sin embargo, se recomienda el uso de suplementos, solo en pacientes en los que se manifiestan deficiencias nutricionales. Además, las dosis usadas no deben exceder los límites recomendados, ya que, sobrepasarlos podría resultar tóxico.
Entre las vitaminas para el tratamiento de la COVID-19 destacan las vitaminas D y C. Los pacientes con COVID-19 suelen presentar déficit de la primera; se ha encontrado una relación inversa entre los niveles de vitamina D y la mortalidad por COVID-19. Sin embargo, se carece de evidencia científica suficiente para recomendar el tratamiento en pacientes que no presentan déficit. En febrero de 2020 se publicó un estudio que proclamaba la efectividad de la vitamina C en el manejo de la neumonía grave secundaria a la COVID-19. Así se ha demostrado que el uso de dosis elevadas de vitamina C vía intravenosa tiene efecto protector en pacientes con síndrome de dificultad respiratoria aguda por sepsis, asociándose a una rápida resolución de las lesiones pulmonares.
Entre los minerales de nuestra dieta implicados en la evolución de la COVID-19 destaca el zinc. La deficiencia de este mineral se ha relacionado con una respuesta inmunitaria deficiente y un aumento de susceptibilidad frente a las infecciones y cuando los niveles son elevados se reduce la replicación del SARS-COV-2. El zinc tiene interés también como terapia preventiva. La deficiencia de hierro se ha descrito en el 80% de pacientes con COVID-19. Esta deficiencia exacerba la respuesta pulmonar al estrés, pero el exceso favorece la proliferación de patógenos, ya que el hierro regula el crecimiento y actividad de muchos microorganismos.