miércoles 2 de octubre de 2019 – 00:00 GMT+0000Compartir
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Se podría decir que este planeta que llamamos Tierra esta obsesionado con el sexo. Desde el afanoso zumbido de una abeja libando de flor en flor hasta el delicioso canto de un ruiseñor, por no mencionar el inescrutable cerebro de cualquier adolescente humano, el sexo está en todas partes. De hecho, casi todo lo que hace un organismo a lo largo de su vida está dedicado, directa o indirectamente, consciente o inconscientemente, a reproducirse. Las leyes de la evolución Darwiniana, génesis principal de la biodiversidad terrestre, son inexorables en este sentido. A pesar del énfasis que la tan manida frase “la supervivencia del más apto” otorga a la supervivencia, la lucha permanente por reproducirse más (y mejor) que los demás, es el verdadero motor de la evolución . Si a esto unimos que una mayoría abrumadora de los animales, plantas y hongos (aproximadamente el 99% de los conocidos) se reproducen sexualmente, acaso podemos comenzar a entender esta obsesión.
Pero, ¿por qué existe el sexo? Esta pregunta ha obsesionado a biólogos evolutivos durante décadas y sigue constituyendo uno de los grandes enigmas de la biología. Conocido como “la paradoja del sexo”, este rompecabezas evolutivo surge de una serie de observaciones. En primer lugar, que existen muchas otras formas de reproducción asexual: la fisión en bacterias, la gemación en levaduras, la fragmentación de las estrellas de mar o la reproducción vegetativa de la que son capaces muchas plantas. Frente a la reproducción asexual, la reproducción sexual se caracteriza porque combina, en la generación de un nuevo organismo, el material genético de dos organismos distintos. En otras palabras, la reproducción asexual da lugar a clones idénticos entre sí, mientras que la reproducción sexual produce descendientes que en los que se comparte el material genético de cada progenitor, produciendo una mezcla única, y a veces caprichosa, en cada descendiente. En segundo lugar, la observación de que los organismos de reproducción asexual se reproducen exactamente el doble de rápido que uno con dos sexos en donde se requiere la participación de dos individuos. Esto, por no hablar de la gran cantidad de energía y recursos que muchos organismos de reproducción sexual invierten en encontrar una pareja. En tercer lugar, que los organismos de reproducción sexual solo pasan la mitad de sus genes a la descendencia. Por último, la existencia de reproducción sexual abre la puerta a la aparición de roles sexuales distintos, donde uno de los dos sexos (típicamente los machos) invierte menos en la descendencia que el otro, desde la formación de los gametos hasta el cuidado de la prole, pasando por los costes de gestación. Esta estrategia masculina es, en cierta medida, una estrategia parásita de la hembra y puede suponer unos costes añadidos.
En conjunto, pues, la reproducción sexual tiene unos mayores costes en comparación con la reproducción asexual. ¿Cómo es posible, pues, que no solo no haya desaparecido sino que sea claramente favorecida por la evolución? Aquí radica la paradoja del sexo. Las respuestas a este enigma, aún incompletas, se han ido conformando gradualmente. En general, sabemos que las ventajas del sexo sobrevienen porque los organismos suelen vivir en un ambiente cambiante donde la incertidumbre es, muchas veces, la norma. En un medio estable, donde los organismos estuvieran perfectamente adaptados a su entorno, la reproducción asexual sería ideal porque producir copias perfectamente adaptadas a la mayor velocidad posible, supone una estrategia imbatible. No obstante, en entornos donde el ambiente cambia es vital producir descendencia de características variables porque esto incrementa exponencialmente las posibilidades de que, al menos parte de la descendencia, sobreviva a un cambio ambiental. Para hacer frente a una nueva cepa de un virus, un nuevo parásito, un depredador más rápido o un ambiente más cálido de aquel en el que se han adaptado sus ancestros, el sexo es crucial para la supervivencia porque, generación tras generación, baraja los genes de los progenitores más exitosos y produce nuevas variantes para hacer frente a los nuevos desafíos.
Sabemos también que la presencia de machos “parásito” puede tener grandes ventajas para una población. Precisamente porque invierten relativamente poco (o nada) en cuidados parentales, los machos tienden, en general, a invertir la mayor parte de sus recursos en reproducirse. Esto quiere decir que pueden reproducirse a una tasa muy superior a la de las hembras. En la especie humana, el record registrado en número de hijos de una misma mujer es de 69 (fruto de 27 partos, la mayoría múltiples) pero de 888 en los hombres (Ismail, El Sanguinario, un emperador Marroquí). Esto, a su vez, implica que las hembras son un recurso limitante para los machos, y por tanto que la competencia por aparearse suele ser mucho mayor entre machos que entre hembras. En otras palabras, la mayor parte de las hembras dejarán descendencia mientras que solo los mejores machos conseguirán reproducirse. De esta forma, la evolución actúa de forma despiadada en los machos, filtrando solo los mejores genes, a un coste muy bajo para las hembras. Gracias al sexo, las hembras transferirán esos genes exitosos de los mejores machos a su descendencia sin haber pagado los costes de dicha selección. En términos poblacionales, esto significa que la mayor parte de los costes de la selección recaen en el sexo del que no depende la productividad de la población, y por tanto que las poblaciones con reproducción sexual evolucionan más rápido.
Queda mucho por resolver, como entender por qué el sexo no desaparece como estrategia reproductiva en ambientes más estables, o por qué es tan frecuente la aparición de dos sexos distintos. Una cosa parece clara, mientras resolvemos estos dilemas, las chicharras seguirán cantando machaconamente, los ciervos seguirán trabando sus cornamentas con vigor y las delicadas aves del paraíso seguirán danzando sus cómicas danzas, una y otra vez. Todo por y para el sexo.
REDACCIÓN PAU CARAZOILUSTRACIÓN VERÓNICA MORALES
Archivado en: Revista HipótesisEtiquetas: Número 4, Artículo, Ciencia y Sociedad, Pau Carazo, Universidad de València
Profesor titular del Departamento de Zoología de la Universitat de València e investigador en el Instituto Cavanilles de Biodiversidad y Biología Evolutiva. En 2015, formó su propio grupo de investigación, donde estudian la evolución del comportamiento y, en particular, la selección sexual. Actualmente, trabajan en la interacción entre ecología y selección sexual, sobre cómo esta última se ve afectada por cambios ambientales en la naturaleza, algo fundamental para entender cómo evoluciona el comportamiento y cómo se genera y se mantiene la biodiversidad.
Zoología
pau.carazo@uv.es