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Lunes 23 de diciembre de 2019

 

El metabolismo, venerable tronco central de la bioquímica clásica, había vivido, antes del momento en que comencé mi formación científica en los años ochenta, momentos mejores.

De hecho, los años veinte del pasado siglo marcaron una primera “edad dorada” del metabolismo, gracias a una excepcional generación de bioquímicos (Embden, Meyerhof, Warburg, Krebs, Szent-Györgyi y Lipmann, entre otros) que definió y caracterizó sus vías centrales. En los años cincuenta y sesenta, los estudios sobre bioenergética llevados a cabo por científicos tan relevantes como Calvin y Mitchell (premios Nobel), Lehninger, Kennedy o Crane, supusieron una segunda “edad dorada”. Sin embargo, con el advenimiento de la revolución científico-tecnológica del ADN recombinado a mediados de los setenta, se inició la etapa “genocéntrica” de la Biología, que predominó hasta finales del siglo XX. Este casi cuarto de siglo supuso un periodo oscuro para los estudios metabólicos, entonces “desprestigiados” por “anticuados” y por encontrarse fuera de las modas científicas del momento. A pesar de la sorpresa del descubrimiento, a comienzos de los ochenta, de un intermediario metabólico conocido como “fructosa-2,6-bisfosfato”, que resultó central en la regulación de alguna de las rutas centrales más importantes como son la glucolisis (responsable de la degradación de la glucosa) y la gluconeogénesis (responsable de su síntesis), el metabolismo se seguía considerando esencialmente conocido. La reducida comunidad científica que por entonces nos dedicábamos al “anticuado” estudio del metabolismo tumoral, nos la veíamos y nos la deseábamos para publicar nuestros resultados en revistas y nunca de primerísima fila.

Todo cambió en la segunda mitad de los años noventa, cuando el “redescubrimiento” del efecto Warburg fue determinante para el renovado interés en el metabolismo tumoral, interés que se mantiene hasta hoy. Hablo de forma apropiada de “redescubrimiento”, pues el hallazgo original (que había permanecido prácticamente olvidado durante el periodo “genocéntrico”) tuvo lugar en el primer tercio del siglo XX. En efecto, hace más de 90 años, Otto Warburg observó que un carcinoma de rata producía grandes cantidades de lactato (producto final de la degradación de la glucosa a través de la glicolisis) incluso en presencia de oxígeno. La identificación de esta glucolisis aerobia (a la que posteriormente se conocería como efecto Warburg) como una característica común a múltiples tipos de células tumorales, fue el comienzo de nuestro conocimiento actual de las peculiaridades del metabolismo tumoral. En la actualidad, y desde la publicación en 2011 de la versión actualizada de los “hallmarks” del cáncer por Douglas Hanahan y Robert Weiberg, en la que la “desregulación de la energética celular” se presenta como otra señal distintiva del cáncer, está plenamente aceptado que en el cáncer se produce una reprogramación general de su metabolismo. En los últimos 20 años, una legión de autores de primera línea ha hecho brillantes carreras científicas utilizando los Principios de Bioquímica de Lehninger como guía en su paulatino “redescubrimiento” de la importancia de la reprogramación del metabolismo de glúcidos, lípidos y compuestos nitrogenados en el cáncer hasta el punto de que sus trabajos encuentran acogida en las más importantes e “impactantes” revistas científicas. Sin negar el mérito de la buena ciencia que todos ellos están realizando, insisto en emplear el término “redescubrimiento”, porque buena parte de esos “hallazgos” ya habían sido estudiados, si bien, con técnicas menos sofisticadas que las actuales, décadas antes, tal como, ejemplarmente, ilustra el poco conocido y, sin embargo, imprescindible, libro “Biochemical Aspectos of Tumour Growth” (1980), de V.S. Shapot .

Sin embargo, todos estos cambios y adaptaciones metabólicas, que se “venden” como “excepcionales” y como señal de identidad del cáncer, no son sino el reflejo del carácter complejo y dinámico de la red metabólica, capaz de adaptarse a los cambios y demandas metabólicas y bioenergéticas de cada situación. En el último tercio del siglo XX, el neurobiólogo chileno Humberto Maturana introdujo el concepto de autopoiesis para referirse a las propiedades inherentes de la vida, un concepto que desarrolló extensa y lúcidamente en el libro “El árbol del conocimiento” (1990), escrito en colaboración con su discípulo Francisco Varela, prematuramente desaparecido: “los seres vivos se caracterizan porque, literalmente, se producen continuamente a sí mismos, lo que indicamos al llamar a la organización que los define organización autopoiética […] En primer lugar, los componentes moleculares de una unidad autopoiética celular deberán estar dinámicamente relacionados en una continua red de interacciones”. Esa red dinámica es el metabolismo y su capacidad de cambiar, adaptándose a los cambios externos e internos, es lo que llamamos reprogramación metabólica. Según este enfoque, la reprogramación metabólica del cáncer representa un ejemplo (ciertamente notable) de la flexibilidad y adaptabilidad del metabolismo. Hay que remontarse a más de 40 años atrás para identificar a uno de los primeros trabajos científicos publicados que ya ilustraban este concepto, cuando el grupo dirigido por el profesor Federico Mayor Zaragoza demostró que el organismo anaerobio facultativo Saccharomyces cerevisiae (la levadura de panadería) adaptaba su metabolismo en la transición desde condiciones normales de oxígeno (normoxia) a aquellas en las que este está a niveles más bajos (hipoxia). Algo que estaba vinculado a una drástica reducción de la enzima conocida como “2-oxoglutarato deshidrogenasa”, lo que conduce a la reorganización de una ruta central del metabolismo, la denominada como ciclo de Krebs. De hecho, no sólo la hipoxia sino también los ritmos circadianos, el ejercicio, la hibernación y prácticamente cualquier otro factor que suponga un cambio en las demandas energéticas y biosintéticas de un organismo son capaces de modular la expresión génica y las características metabólicas de las células. Incluso en un mismo organismo sus distintas partes y órganos responden autónoma pero concertadamente a los cambios de requerimientos bioenergéticos y biosintéticos.

REDACCIÓN MARÍA DEL MAR AFONSO RODRÍGUEZ

ILUSTRACIÓN VERÓNICA MORALES


Archivado en: Revista Hipótesis
Etiquetas: Número 5, Artículo, Biomedicina y Salud, Hipótesis, Miguel Ángel Medina Torres, Universidad de Málaga

Miguel Ángel Medina Torres
Catedrático de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de Málaga

Sus investigaciones se centran en la angiogénesis y el metabolismo y transporte tumoral de compuestos nitrogenados, en los sistemas de transporte electrónico de membrana plasmática, en las enfermedades raras y en la biología de sistemas y la biocomputación de procesos fisiopatológicos. Ha participado en 41 proyectos de investigación y entre sus publicaciones destacan más de 150 artículos de investigación originales y 10 patentes.

Biología Molecular y Bioquímica

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