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Un gran científico con un sueño no realizado

martes 29 de mayo de 2018 – 00:00 GMT+0000
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Nunca antes un nombre tan común ha estado detrás de una persona tan extraordinaria. No se sabe muy bien por qué, pero cada ciertas décadas surge una persona capaz de cambiar su sociedad. Uno de ellos fue el profesor Antonio González. Calles con su nombre, un instituto de investigación dedicado a su figura y múltiples bustos conmemorativos llevan el sello de este investigador realejero. Pero, ¿merece este químico tantos reconocimientos?: el lector o lectora seguramente podrá contestar a esta pregunta después de leer este artículo.

Sin ánimo de volver a escribir su biografía, contemos su vida como contaríamos una película a un amigo. Antonio nació en Los Realejos, al norte de Tenerife. Su familia ni era pobre ni rica, simplemente salían adelante.
Pronto demostró que era tan curioso como enfermizo, por lo que deciden cambiar su residencia a territorios más benignos. Estudia en el único instituto de enseñanza secundaria que había en la isla y al acabar cursa los estudios de la única carrera de Ciencias, Química, que existía en la única universidad de las islas, la Universidad de La Laguna.

Pero no imaginemos una Universidad de La Laguna como la de ahora. Cuando el joven Antonio González ingresó en la Facultad de Ciencias las instalaciones, el profesorado y el alumnado eran muy diferentes. Para empezar, la universidad no estaba donde ahora; se asentaba en dos edificios, ya en esa época ruinosos, de la Calle San Agustín del casco lagunero. La Facultad se reducía entonces a un pasillo oscuro y húmedo que alojaba algunos laboratorios, siendo muy generosos al referirnos a aquellos espacios así: se parecían más a cocinas caseras que a lugares para la experimentación. Calderos colgando de las paredes y mesas de mampostería. Según refirió el propio D. Antonio “daban pena”.

De esta manera tan austera transcurrieron sus primeros años universitarios. Justo cuando acababa el segundo curso, de forma muy brillante por cierto, estallaba la Guerra Civil española y la Universidad de La Laguna, como el resto de instituciones públicas del país, echaron el cierre. Pero no solo se quedó sin clases a mitad de la carrera, además le llamaron a filas. Dentro de la infortuna y de lo absurdo que supone ir a una guerra, puedes tener aún más mala suerte. La familia de Antonio fue tachada rápidamente de “Roja”, o sea de apoyar la república, y puesto que Canarias cayó bajo el control del bando nacional, en la carambola de la desdicha, Antonio tuvo que ir a luchar junto a unos compañeros y superiores que lo señalaban como traidor a la causa. Los enemigos los tenía en el frente pero también dentro de sus propias trincheras. Lo de disparar no iba con él, así que pronto se las ingenió para ser sanitario, ocupándose de transportar a los heridos en burro hasta el hospital de campaña. No fue desde luego una época fácil para él. La Guerra Civil le marcó para siempre. Después de dos años de penurias regresó a casa.

Una vez de vuelta, en cuanto pudo retomó sus estudios de Química. Se licenció en 1940 con un expediente cuajado de matrículas y sobresalientes. Aún no había acabado de celebrar su título académico cuando una carta con sello militar volvía a llegar a su casa. La II Guerra Mundial había estallado y el país le volvía a llamar a filas. Con no pocas artimañas pudo dejar el ejército atrás y viajar a Madrid para hacer el doctorado, que por entonces era dónde únicamente se podía hacer .

Después de las penurias vividas durante su vida castrense, Madrid era un oasis. Pronto encontró su lugar con el prestigioso investigador Lora Tamayo, quien le convenció para que se dedicara a la disciplina que sería su vida: la Química Orgánica. Fueron meses en los que trabajó y estudió sin descanso, tanto que el mismo año que leyó su tesis, corría el año 1946, ganaba la plaza de Catedrático de Química Orgánica y Bioquímica de la Universidad de La Laguna. Como puede verse, eran otros tiempos.

Antonio, lo primero que hace en su nuevo puesto es visitar su facultad y su impresión no fue buena. Estaba peor incluso que cuando estudiaba y eso que parecía difícil que pudiera estar peor. Una biblioteca con tres libros, los mismos calderos e infiernillos que conoció de estudiante, una mesa, una silla y un espacio de 40m2 era todo lo que disponía. Y aún así, dicen, era la envidia de otras facultades. La primera inversión que se realizó en el laboratorio fueron unas cajas de fruta que rescató de un comercio cercano y que rápidamente se convirtieron en mesas para el alumnado.

Las ganas de trabajar de Antonio, su capacidad para conseguir rascar el bolsillo de la administración y la pasión que ponía en todo lo que hacía, le iba aupando en puestos de responsabilidad dentro de la misma universidad, en paralelo a su ascenso como científico. Así, ocurrió lo inevitable y en 1963 se convirtió Rector.

Antes de este ascenso administrativo, Antonio revolucionó la ciencia en la Universidad de La Laguna. De aquellas mesas hechas con cajas de fruta había creado laboratorios equipados y hasta una nueva Facultad de Ciencias donde no entraban las gallinas, como ocurría en la cochambrosa anterior. Paralelamente, continuaba formándose en el apasionante mundo de la Química Orgánica y los Productos Naturales. Estancias en universidades como la de Cambridge le hicieron abrir los ojos y fijarse en la abundante flora canaria y sus posibilidades para encontrar en ellas nuevas moléculas de interés.

La isla comienza a acoger por primera vez importantes congresos y reuniones científicas, abundan las estancias de científicos en nuestra universidad y, lo que es más importante, salen nuevas hornadas de jóvenes licenciados que ayudan a Antonio a crear más ciencia y mejorar las infraestructuras con la creación del Instituto Universitario de Investigación en Química Orgánica que hoy lleva su nombre.

Sin duda, la carrera científica de Antonio González es amplia y extensa, pero quizás lo que menos se conozca es su aportación a la educación de Tenerife. Cuando Antonio toma posesión como rector de la Universidad de La Laguna, en ésta solo se podían estudiar las carreras de Derecho, Química y Filosofía y Letras. Además, se podían cursar estudios superiores de Náutica, Agrícolas y Comercio. Esto era todo. Canarias tenía por entonces una de las tasas más altas de analfabetismo del país, seguramente propiciado por los escasos centros de educación primaria y secundaria que existían en las islas, que se podían contar con los dedos de una mano. Este es el escenario que le dio la bienvenida como nuevo rector. En 1968, Antonio presenta su dimisión para dedicarse por entero a la Ciencia. Pero antes, durante los cinco años de su mandato, había creado los estudios de Medicina, Matemáticas, Periodismo, Filología Inglesa, Geografía e Historia, Física, Biología, Farmacia, Arquitectura Técnica e Ingeniería Agrícola.

Su trabajo como gestor fue en paralelo a la de investigador. La carrera científica del Profesor fue larga y productiva. A los trabajos que comenzaron con la Tabaiba Dulce (Euphorbia balsamífera) le siguieron la identificación de muchos productos naturales orgánicos de interés científico en multitud de plantas endémicas de las islas, tanto terrestres como marinas. Los resultados de estos trabajos en España e Iberoamérica le merecieron muchos reconocimientos. El 2 de mayo de 1986 Antonio González recibe la llamada de Don Severo Ochoa que le comunica la concesión del mayor galardón científico que se otorga en el país, el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica. Hasta ahora, y 37 ediciones después, continúa siendo el único científico canario que lo ha conseguido. También aspiró hasta en tres ocasiones al premio Nobel de Química, aunque no hubo suerte.

Después de una vida dedicada a la ciencia y a mejorar la calidad educativa de su región, el científico canario más laureado de la historia, falleció el viernes 11 de octubre de 2002.

El sueño, no realizado, de Antonio González

Desde joven, Antonio tenía un sueño, que no era ambicioso ni caro sino humilde y sencillo, pero que a pesar de todo descansa aún en una gaveta esperando volar y convertirse en realidad. Antonio soñó un jardín.

El químico se había fijado que la montaña lagunera de San Roque estaba orientada al sur, que disfrutaba de un clima ideal para crear un jardín de plantas aromáticas y medicinales único en el mundo. Su idea saltó de su genial cabeza y llegó a oídos de los políticos locales e insulares, que acogieron con agrado la propuesta. Corría el año 2003 (año de comicios municipales). La por entonces alcaldesa de La Laguna, Ana Oramas y el presidente del Cabildo de Tenerife, Ricardo Melchior, manifestaron en los medios de comunicación que el Jardín Botánico de San Roque sería una realidad muy pronto. “El jardín ocupará una superficie de 60.000 metros cuadrados en las laderas de San Roque y tendrá una función docente, de educación medioambiental y paisajística, a través de la que se procurará la difusión de valores respecto al entorno natural y la inculcación del respeto a la biodiversidad floral aromática y medicinal no sólo de Canarias, sino, además, de Iberoamérica y del resto del mundo”.

El Día, 3/10/03

A pesar del entusiasmo que han mostrado muchos dirigentes políticos por el proyecto y a pesar del apoyo vecinal, el sueño de Antonio continúa entre zarzas y ortigas. Cada cierto tiempo alguien sopla las brasas de la idea, pero tal como se calientan se enfrían con la brisa del tiempo.
La Montaña de San Roque aún espera convertirse en un jardín botánico único del mundo.

REDACCIÓN JUANJO MARTÍN


Archivado en: Revista Hipótesis
Etiquetas: Número 0, Reportaje, Ciencia y Tecnología, Juanjo Martín, General