Lunes 23 de Diciembre de 2019
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Desde que los primeros Homo Sapiens Sapiens fueron capaces de hacerse preguntas, una de las más importantes, la que muchos consideran fundamental para la especie humana y de la que más respuestas equivocadas se han dado, es esta: ¿Estamos solos en el Universo? ¿Somos la única forma de vida capaz de entender el Universo y buscar semejantes en éste?
La unicidad de nuestro lugar en el Universo, desde el punto de vista biológico, sigue siendo uno de los pilares fundamentales en el que se sostienen buena parte de las construcciones de creencias de buena parte de la población. Por lo tanto, durante mucho tiempo, esta pregunta ha sido coto exclusivo de filosofías y religiones. Sin embargo, la Ciencia es capaz de proponer una respuesta a esta cuestión a través de la resolución de la denominada paradoja de Fermi.
¿En qué consiste la paradoja de Fermi? ¿Cómo se relaciona con nuestro lugar en el Universo? En pocas palabras, la paradoja de Fermi se plantea en los siguientes términos: “Si es tan probable que haya vida en el Universo, ¿por qué no la hemos encontrado aún?” Lo que traslada la respuesta a una nueva pregunta -que no es sino una nueva versión de la original-, y a la que se han dado varias respuestas.
Puede ocurrir como en Avatar (2009); donde aquellas formas de vida con las que podríamos haber contactado no están lo suficientemente desarrolladas tecnológicamente como para comunicarse o para viajar por el espacio. O tal vez sea que ni siquiera les resultemos lo suficientemente interesantes como para que les merezca la pena visitarnos. Al fin y al cabo, si no tenemos nada que aportar, ¿para qué hacer el esfuerzo? Éste es el escenario en el que se desarrollan las 2 primeras temporadas de Rick y Morty (2013). O bien pudiera ocurrir que la vida es aún más diversa de lo que podemos imaginarnos y nuestra manera de entenderla resulta tan limitada que no somos capaces de detectar sus extrañas señales. 2001: Una odisea en el espacio (1968) nos da una interesante visión sobre este posible caso.
Las posibles explicaciones son casi infinitas. Y sin embargo, no son más que un ejercicio teórico, en cierta manera pesimista. Al fin y al cabo, todas las respuestas se basan en la falta de evidencia directa de vida. Así que, si otras inteligencias no dan señales de vida, ¿por qué no buscarla nosotros mismos?
Por ejemplo, en unos años será posible eclipsar estrellas al observarlas con grandes telescopios de manera que podamos descubrir exoplanetas donde antes sólo se veía el fulgor de aquellas. De esta manera podremos observar directamente la luz que viene exclusivamente del exoplaneta. Haciendo pasar la luz de éste por un espectrógrafo podemos buscar las huellas biológicas en su luz. De esta manera, como en muchos capítulos de Stargate SG-1 (1997-2007), tal vez podamos descubrir planetas con vegetación donde la presencia de compuestos reactivos en su atmósfera implica la existencia de procesos biológicos.
Pero también existen otras posibilidades. A medida que la tecnología avanza, nuestra capacidad para detectar luces cada vez más tenues es mayor. Tanto es así que, en breve, seremos capaces de detectar la luz emitida por una civilización como la nuestra (en caso de que produzca luz como nosotros) o la bioluminescencia de animales más simples. Un ejemplo sobrecogedor aparece en Contact (1997), cuando Ellie Arroway, la protagonista, se encuentra en medio de su viaje hacia el centro de la galaxia. En una de sus paradas observa un planeta en cuya cara oscurecida se observan perfectamente luces artificiales.
Sin embargo, la Ciencia no sólo se preocupa en encontrar otra vida, sino también de proteger la que pueda existir. Hagamos el siguiente experimento mental: imaginemos que otros tipos de vida están más cerca de lo que esperábamos; por ejemplo en una de las lunas de Júpiter, Europa. Enviamos una misión a explorar sus océanos subterráneos y nos maravillamos ante la riqueza y variedad de su vida acuática, evolucionada lejos de la Tierra. Haríamos bien entonces en asegurarnos de no transportar con la nave el virus del resfriado ya que, en principio, esa biosfera nunca se ha enfrentado a una amenaza de esta clase. Si no se tienen en cuenta estas precauciones podría ocurrir, como así ha sido cada vez que una población aislada se ha encontrado en situaciones similares, que la vida extraterrestre caería presa de enfermedades que las especies visitantes ya resisten. Por eso, para evitar repetir el comienzo de Prometeo (2012), en el que la vida en la Tierra parece ser la consecuencia de una contaminación biológica provocada, las misiones espaciales que se envían a lugares donde la vida se considera posible, pasan por rigurosos planes de esterilización.
Así ha sido en el caso de las misiones a Marte, en las que la NASA sometió a rigurosos procesos de esterilización a sus naves por medio de disoluciones de alcohol. Se limpiaron, literalmente, cada centímetro cuadrado de las sondas una y otra vez, hasta conseguir que hubiera menos de 300.000 esporas bacterianas. Además se calentaron los componentes que eran capaz de aguantarlo hasta 1100C, para garantizar su esterilización por otro medio. Además, durante el montaje de las naves, se usaron habitaciones limpias, donde el aire sólo puede entrar a través de filtros y los trabajadores usan ropa esterilizada. Todo ello con el fin de evitar la contaminación biológica, tal como ocurre en The Turing Test (2016) donde, curiosamente, es la tripulación de una misión a Europa, la luna de Júpiter, la que entra en contacto con un microorganismo alienígena que produce interesantes resultados.
Pero no siempre ocurre así. El 11 de abril de 2019, la nave israelí Beresheet impactó sobre la superficie de la Luna. Por supuesto, ése no era el plan, pero debido a un pequeño fallo, la nave no pudo desacelerar a tiempo y se estrelló. Esta no sería más que una triste historia de ingeniería aeroespacial más si no fuera porque parte de la carga que este alunizador eran tardígrados, u osos de agua. Una forma de vida microscópica capaz de aguantar las condiciones del espacio y por ello perfectamente capaz de sobrevivir -en cierta manera – sobre la superficie lunar.
Sin embargo, el conocimiento de este hecho no puso nerviosa a la NASA.
La Luna es un lugar especialmente inhóspito para la vida. La ausencia total de atmósfera y también de agua -excepto en algunos cráteres polares- y los cambios extremos de temperatura, la convierten en uno de los lugares menos favorables para la vida de nuestro sistema solar. Por esta razón, las misiones cuyo objetivo es la Luna no deben pasar procesos tan rigurosos de esterilización. Y por eso, aunque algunos tardígrados deshidratados estén durmiendo sobre el Mar de la Serenidad, nadie está preocupado. Por suerte, a pesar de su resistencia a las condiciones más extremas imaginables, no son xenoformos del universo Alien (1979-2017). Porque si fuera el caso… la Luna dejaría de ser un lugar inhóspito para pasar a ser mortal.
REDACCIÓN RODRIGO DELGADO SALVADOR
Archivado en: Revista HipótesisEtiquetas: Número 5, Sección, Cine y Ciencia, Hipótesis, Rodrigo Delgado Salvador
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