Durante la segunda década del siglo XX confluyeron en Europa y, especialmente París, dos importantes tendencias socioculturales: por un lado, el movimiento Surrealista liderado por André Breton y, por otra, el vitalismo y aperturismo sexual surgido tras la I Guerra Mundial. Era impensable que ambas no confluyeran de algún modo y, por eso, varios artistas del mítico movimiento cultural no dudaron en gozar los placeres mundanos de los «locos años 20», a pesar de que ello fuera contrario a la línea ortodoxa defendida por el propio Breton.
Así lo explicó Antonio Domínguez Leiva, profesor del Departamento de Estudios Literarios de la Universidad de Quebec en Montreal, durante la conferencia que impartió el jueves 6 de abril para abrir el ciclo «Surrealismo, vida y obra» organizado por la Universidad de La Laguna.
Antes de su intervención, el ciclo fue formalmente abierto en un sencillo acto encabezado por el vicerrector de Investigación de la ULL, Francisco Almeida; el director del Departamento de Filología Clásica, Francesa, Árabe y Románica, Tomás Hernández; y la profesora del mismo departamento y organizadora del ciclo, Patricia Pareja.
Almeida bromeó afirmando que, desde su posición de vicerrector, es consciente de que para organizar este tipo de seminarios y para captar los recursos necesarios hay que realizar esfuerzos «que rozan lo surrealista». Manifestó el apoyo institucional a este evento para que en el futuro pueda desarrollar más ediciones y consolidarse.
Pareja contextualizó este ciclo de charlas dentro de un proyecto mucho mayor sobre el Surrealismo, que abarca también sesiones en Enseñanza Secundaria y cuenta con el apoyo de la Consejería de Educación. La idea es articular un seminario permanente de estudio de esta corriente cultural tan relevante en Canarias, el cual ayude a valorar de manera justa qué significó para la cultura autóctona e internacional.
Sexo, opio y charlestón
La conferencia de Domínguez Leiva se llamaba «La vida surrealista: sexo, opio y charlestón», título que calificó de provocativo, no por su alusión a la sensualidad desbocada, sino porque esa triada de conceptos chocaría frontalmente con la ortodoxia surrealista de André Breton, nada amigo de los estupefacientes, la música y los placeres más mundanos. De hecho, argumentó que si hubiera tenido que titular la ponencia siguiendo los preceptos bretonianos, seguramente los vocablos elegidos hubieran sido “Amour fou”, “sueño” y cualquier arte no musical.
Pero eso era, justamente, lo que ocurrió dentro del movimiento surrealista en aquella época: muchos de sus integrantes no dudaron en dejarse llevar por la vorágine de su época evitando que lo supiera su maestro. «Los surrealistas, a escondidas de Breton, sí se dieron al sexo, al opio y al charlestón”, sentenció el ponente.
Resultaba imposible sustraerse a la renovación total que supuso para las culturas populares el frenesí y el apetito por vivir de la posguerra. No es de extrañar, en opinión de Domínguez Leiva, que en ese periodo se diera la primera revolución sexual, aunque la más popular sea la de los años 60 y el movimiento ‘hippie’.
Fue también una época de proliferación de drogas, puesto que muchas de ellas aún no eran ilegales y, además, era fácil conseguirlas procedentes de la Indochina francesa a través del puerto de Marsella. En cuanto al charlestón, el ponente lo puso como paradigma de la explosión de festividad y baile colectivo que se vivió.
Breton imponía una serie de dogmas y los surrealistas tenían que esconderse de él para saltárselos. Y no todos tenían que ver con los placeres: según la ortodoxia surrealista, trabajar era participar en la sociedad burguesa y por eso sólo valía crear, pero lo cierto es que para sobrevivir, muchos autores del movimiento tenían oficios tradicionales. «Si Robert Desnos llegaba tarde a una de las reuniones surrealistas por haber estado trabajando de periodista, se excusaba diciendo que el retraso se había debido a un encuentro con una mujer, la única excusa válida para Breton».
Según Domínguez Leiva, muchas de las rupturas que caracterizaron el movimiento surrealista estaban oficialmente justificadas por diferencias de criterio en el ámbito político, pero si se atiene a la historia no oficial del movimiento, probablemente tuvieran que ver con estas discrepancias sobre la vida diaria.
La orgía de los 20
El ponente disertó largo tiempo sobre una práctica que llegó a formar parte de la iconografía los años 20: la orgía «como el horizonte último de la fiesta». Explicó que muchas de las características de la orgía de ese periodo beben de la promulgada a finales del siglo XIX por el movimiento decadentista, el cual tenía una opinión negativa de esa práctica sexual, al considerarla una manifestación de la caída de Europa. Hay, además, «una visión que ‘patologiza’ la lujuria: se pasa de la noción de sexo como pecado al sexo como enfermedad».
En cambio, en los años 20 esta visión se complementará paulatinamente con un discurso de liberación sexual. Una obra emblemática en ese sentido, que se convirtió en best-seller aunque no está adscrita al surrealismo, fue la novela «La garçonne» de Victor Margueritte, en la que una mujer insatisfecha abandona a su marido y se entrega a una vida de escarceos sexuales, orgías y lesbianismo ocasional.
Para Domínguez Leiva, es una obra interesante por dos motivos: puso de moda la estética de la mujer de pelo corto y ropa masculina, que aún hoy se conoce como «estilo garçon«; y no tenía afán moralizante: la protagonista no es castigada por su conducta, como sí ocurría en obras pretéritas. Simplemente, tras un periodo de frenesí, se cansa de esa vida e intenta tener una pareja convencional infructuosamente. La novela finaliza cuando conoce a otro hombre, y el lector no sabe qué va a suceder con esa relación: como la vida misma.