España, 6 de septiembre de 1975. Alrededor de 20 millones de telespectadores (en aquella época solo había dos cadenas públicas) presenciaron uno de los momentos más míticos de la televisión gracias al gran José María Iñigo. Uri Geller, un ilusionista, mentalista o clarividente, como se prefiera, dobló y partió una cucharilla de metal, frotándola y utilizando el poder de su mente. El único truco para conseguirlo, según el israelí que encandiló en los 70 y 80 a medio mundo, era concentrarse en su objetivo de una manera casi sobrenatural. Geller no solo dobló cucharas. También paró, adelantó y atrasó relojes. Sus supuestos poderes mentales, que a día de hoy sigue paseando a golpe de show por el planeta, atrajeron el interés de la mismísima CIA y del Mossad, que certificaron sus capacidades en papeles oficiales (y confidenciales) hasta hace no demasiado tiempo. ¿Utilizaba Geller su capacidad cerebral más allá del 10%, como hace el común de los mortales? Él decía que sí. Que ese era el motivo de sus logros, alimentando así un bulo que a día de hoy se sigue perpetuando.
Y para desmontarlo, nada mejor que preguntar al experto. “Eso de que usamos únicamente el 10% de nuestro cerebro no solo es un cuento sin fundamento, es una patraña absoluta y una de las grandes leyendas urbanas que se ha extendido, y no sé sabe bien por qué”, dice Manuel de Vega Rodríguez, catedrático de Psicología básica, profesor y director del Instituto Universitario de Neurociencia de la Universidad de La Laguna hasta 2020 y profesor honorario en la que ha sido su casa durante más de cuatro fructíferas y sólidas décadas.
Sin lugar a dudas, sí que usamos toda nuestra capacidad cerebral. No solo el 10%. “Esta afirmación extendida, que no está avalada por ninguna teoría validada, puede derivarse, quizá, del hecho de que si se observa la actividad cerebral de una persona a través de una resonancia magnética solo se ve activa una parte del cerebro. Al pedir a alguien que haga una tarea concreta, como contar, por ejemplo, se activan unas regiones y se desactivan otras”. Ese podría ser el motivo, porque ni desde la neurología ni desde la neuropsicología hay por dónde coger una afirmación de este tipo.
El cerebro es un sistema complejo y flexible que sabe adaptarse a las demandas que se le piden en todo momento. “Somos nuestro cerebro”. Lo dice alguien que ha dedicado su extendida trayectoria profesional a estudiarlo, alguien que se ha entregado en cuerpo y alma a la Neurociencia ‒una de las grandes disciplinas científicas del siglo XXI‒ y, más concretamente, a la neurociencia cognitiva, la que intenta entender qué relación hay entre la actividad cerebral y funciones como la atención, la memoria o el lenguaje. Un objetivo tremendamente ambicioso y complejo, y tan estimulante como vital.
Eso es hacer ciencia con mayúsculas, de tanta altura como el estudio del genoma humano o la inteligencia artificial, y que requiere del trabajo interdisciplinar de mucha gente, además de equipos tecnológicos muy avanzados y del talento de jóvenes y mayores, sin olvidar la dedicación y las colaboraciones internacionales. “La neurociencia no puede ser el trabajo aislado de un grupito por muy competente y ambicioso que sea”.
Neurocog
Y esa fue la idea. Ese fue el germen que ‘dio a luz’ a Neurocog, el Laboratorio de Neurociencia Cognitiva y Psicolingüística de la Universidad de La Laguna, que años más tarde se convertiría en el Instituto Universitario de Neurociencia (IUNE): el fortalecimiento de las relaciones internas entre grupos de investigación que tenían algo muy importante en común. Todos hacían neurociencia de forma intensa e interdisciplinar, aportando conocimientos teórico-prácticos en los campos de la psicología, medicina, educación, física o ingeniería. Además de esto, había que contar con recursos potentes que financiaron la Agencia Canaria de Investigación mediante fondos FEDER y la propia Universidad de La Laguna. Pese a estos sólidos cimientos, el proyecto no comenzó su andadura en muy buen momento. La crisis de 2008 lo puso francamente difícil y los inicios no fueron un camino de rosas. Pero si hay algo que tiene peso por encima de los recursos materiales es el potencial humano.
Tenían la fórmula mágica: experiencia sénior y talento junior con altas dosis de motivación y entusiasmo. El mix perfecto para salir adelante. “En un centro como este los recursos físicos son necesarios, pero yo diría que los recursos humanos son mucho más importantes. Si no tienes personas motivadas, con talento y dedicación, da igual que poseas el mejor equipamiento del mundo”, dice De Vega. Esa “larga travesía en el desierto” nacida de la crisis se hizo llevadera gracias a que los investigadores consiguieron proyectos competitivos con los que contratar a otros, jóvenes doctorados que pudieron consolidar sus investigaciones. Se viajaba, se cruzaban conocimientos con otros grupos de investigación, se traía talento de fuera, se publicaba en las revistas internacionales de alto impacto. “Solo de esta forma se hace neurociencia; si no, hablamos de otra cosa”.
El investigador atribuye el mérito de la continuidad del instituto a que sus miembros nunca han perdido la fe y han continuado contra viento y marea a pesar de los recortes, de la merma de fondos y de las dificultades. “Neurocog lo integrábamos 50 profesionales de las dos universidades canarias. Llegamos a tener nueve personas trabajando con contratos de investigación. Ahora estamos en una situación que podría definirse como regular. Tras pasar por una época bastante buena, la pandemia nos trae otra crisis, pero seguiremos. Estamos acostumbrados a resistir.”
El instituto
La idea de no tirar nunca la toalla la comparte también Hipólito Marrero Hernández, el actual director del IUNE, al que De Vega cedió el testigo hace escasamente seis meses, a finales de 2020. De hecho, en estos momentos están en marcha en el instituto alrededor de 20 o 30 proyectos de investigación, una cifra nada desdeñable en los tiempos que corren. Hablar de la labor del Instituto Universitario de Neurociencia de la Universidad de La Laguna a lo largo de estos años de andadura es hablar de una intensa investigación centrada en los procesos cognitivos del cerebro, especialmente en la comprensión del lenguaje, la memoria, los procesos motores y las emociones. Eso sin olvidar las enfermedades neurodegenerativas como el párkinson o el alzhéimer, las enfermedades mentales o los trastornos del desarrollo, como el autismo.
Para entender cómo funciona la mente humana se necesitan medios tan potentes como los que alberga el centro: equipamientos de electrofisiología cerebral, tecnología específica capaz de registrar los movimientos oculares o equipos de estimulación cerebral no invasiva con los que se consigue estimular (con una bobina magnética instalada en el cráneo) la parte del cerebro que interese. Este tipo de técnicas innovadoras, que no producen más que unos minutos de impacto en el paciente, resultan ser terapias bastante efectivas en enfermedades neurodegenerativas o en trastornos como la depresión. “Esto es muy interesante porque si inhibimos una zona del cerebro momentáneamente se producen cambios en la conducta, y así se puede establecer una relación causa efecto entre esa zona del cerebro y esa conducta”.
Al inhabilitar, por ejemplo, el área de Broca, relacionada con la producción del lenguaje, que está en la parte frontal del cerebro, se crea una lesión virtual que deja a la persona sin habla hasta que cesa la estimulación. Junto a este equipo que estimula áreas localizadas del cerebro, el instituto posee también otro de resonancia magnética en el Hospital Universitario de Canarias (HUC) con el que se ve cómo se activan ciertas secciones cerebrales al hacer tareas concretas.
El instituto es investigar e investigar es el instituto. Si algo que ha tenido siempre claro De Vega en su carrera científica es que había que creer y apostar fuertemente por la investigación, por dos razones innegables. La primera, porque se trabaja en algo que puede ser esencial para la sociedad, y prueba tan irrefutable como la creación de las vacunas contra la COVID-19 no hay. “Estas vacunas no son producto de un día, ni mucho menos. Aquí no hay improvisación. Hay muchos años de investigación básica en el laboratorio, por eso han podido crearse en un tiempo récord”.
La segunda, porque si no se entiende mejor el funcionamiento del cerebro será imposible encontrar una mejora realmente eficaz para las enfermedades mentales, para los procesos degenerativos. Y es que a pesar de que se ha avanzado muchísimo en este ámbito en los últimos años, el cerebro continúa siendo ese órgano intrigante y complicado que se resiste a que lo conozcamos a fondo. “Tenemos que unir fuerzas para entender mejor el cerebro”, dice en varias ocasiones.
El lenguaje
Dicen que 1 de cada 300 personas puede padecer afasia, que no es otra cosa que la pérdida del habla, pero no de la capacidad de hablar, sino la privación del propio lenguaje. Según los estudios que se han centrado en esta extraña pero común afección ‒especialmente los llevados a cabo por el reputado neurólogo norteamericano Oliver Sacks, especialista en enfermedades del sistema nervioso‒, las personas que la sufren pueden dejar de comprender la lengua que hablan. Y es algo que sucede así, de un día para otro. La lengua que conocen y dominan se convierte en una auténtica desconocida. Se pierde. Es más, hay algunas evidencias que demuestran que en el caso de que la persona sea bilingüe, puede olvidar totalmente su lengua materna, que queda sepultada por un tiempo que se prolonga, a veces, mucho más de lo deseado.
El origen de este trastorno es el daño cerebral que se causa en el área relacionada con el funcionamiento del lenguaje, situada en el lóbulo frontal del hemisferio izquierdo. Es el área de Broca, de la que Manuel De Vega es un perfecto conocedor. Lleva muchos años haciendo investigación básica sobre el lenguaje, su comprensión y, especialmente, sobre un aspecto muy concreto: la reutilización de los mecanismos de experiencia del lenguaje en el cerebro. “El lenguaje es como un conjunto de piececitas que son las que se encargan de producir el habla o de entender, pero cuando estudias en profundidad su funcionamiento te das cuenta de que la función del lenguaje tiene mucho que ver con reactivar experiencias. Si, por ejemplo, construyes una frase como ‘Él llenó el vaso de agua’ se activan áreas relacionadas con el movimiento de las manos”.
No solo se visualiza esa escena, se siente de forma múltiple: auditivamente, gustativamente, emocionalmente. Lo que sucede es que se están reutilizando as mismas zonas que se emplean en la experiencia real, ya sea leer una novela, ver una película, comer un plato de comida… Y por este tipo de hallazgos es por lo que siempre recuerda a sus alumnos, que son el futuro, los que aportarán ideas refrescantes, que nunca dejen de sorprenderse, que sigan sintiendo curiosidad en todo momento y se pregunten “por qué tenemos lenguaje, qué es lo que hace que podamos hablar”.
La gran diferencia entre humanos y animales a la hora de comunicarse es que la raza humana se comunica más allá del aquí y ahora y los animales solo lo hacen en el momento presente. “Nosotros desplazamos la comunicación hacia adelante y hacia atrás, y eso ya es una revolución. Los gorilas y chimpancés, por ejemplo, a pesar de ser tan parecidos a nosotros, solo se comunican por cuestiones muy biológicas. Nosotros lo hacemos sobre el lenguaje, las emociones, esperanzas… Y esa flexibilidad del lenguaje no tiene parangón”.
Más investigación
Las investigaciones de este reputado experto en psicología cognitiva y neurociencia del lenguaje no se paran ahí, en el lenguaje, aunque es cierto que se lleva el peso decisivo y trascendente de sus trabajos y ha desarrollado numerosas líneas de investigación en este sentido. Otro de los ámbitos en los que ha profundizado ha sido el Trastorno del Espectro Autista, y concretamente en la definición de neuromarcadores experimentales de rasgos autistas que podrían detectar este tipo de déficit en personas adultas al borde de la normalidad.
En realidad, se trata de “personas que son muy funcionales e incluso brillantes pero tienen una dificultad para entender los estados mentales de los demás, las intenciones y lo que los demás hacen”. Un proyecto reciente (2019) que lo acerca a sus inicios, a esos años en que, recién licenciado, ejerció como psicólogo, tratando a niños y niñas con autismo severo durante seis años. Una labor que compaginaba con sus clases en la ULL y le permitía profundizar en el tratamiento de este trastorno, siempre enfocado al lenguaje, su campo por excelencia.
Desde esos tiempos hasta ahora las cosas han cambiado bastante, pero en lo que respecta al autismo le gustaría que lo hubieran hecho mucho más, y no solo por las personas que lo padecen, sino por sus familias, por la dura lucha que enfrentan día a día para que sus hijos salgan adelante y lo hagan con la mayor normalidad posible. “Hoy en día sabemos mucho más de las enfermedades mentales pero hubo épocas en las que se decía que el autismo era el resultado de tener unos padres fríos, algo que, afortunadamente, se ha descartado por completo”.
Ese es uno de los motivos por los que romper la férrea ligazón con la que ha sido su casa durante 45 años es tan difícil, casi contra natura. Un investigador nunca deja de serlo y él, de momento, tiene el impulso suficiente para seguir otros dos años en su instituto, el IUNE, tal y como le permite su condición de profesor honorario. Aunque seguramente serán más. Así podrá seguir desarrollando proyectos como el que tiene entre manos actualmente, centrado en la negación lingüística, que codirige junto a su compañero y profesor David Beltrán Guerrero.
Porque para seguir dando pasos importantes en la investigación “el resto es pico y pala”. “Hay que hacerse muchas preguntas para seguir avanzando, y también hay que ser humildes, porque la investigación científica no debe basarse en una verdad absoluta. Podemos tener ideas pero luego hay que verificarlas, hay que ver lo que nos dicen los datos, porque al final la prueba de fuego es la realidad”. Manuel de Vega reconoce que la rigidez no tiene cabida en su cabeza de investigador. Él maneja palabras como persistencia, motivación y flexibilidad, y no contempla la posibilidad de claudicar. Nunca. “Si la investigación no te lleva donde piensas que lo va a hacer es que es hora de reconducirla. Nunca hay que rendirse. A lo mejor no encuentras lo que estás buscando, pero casi siempre encuentras algo”. Pues dicho queda. Serendipia.
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