Daniel Innerarity, Premio Nacional de Ensayo, entre otras distinciones, es autor de más de una decena de libros traducidos a varios idiomas. La democracia, el espacio público, la configuración de las libertades o el sistema político están en el centro de atención de este filósofo que ha visitado recientemente la Universidad de La Laguna para acudir al Congreso Internacional sobre Derechos Humanos y Globalización, conducido por la catedrática María José Guerra.
Es catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y director del Instituto de Gobernanza Democrática, además de profesor en el Instituto Universitario Europeo en Florencia. Con una carrera internacionalizada con estancias en varias universidades europeas y americanas, participa con asiduidad en las secciones de opinión de varios rotativos nacionales.
¿Tiene la política capacidad transformadora o simplemente estamos en un momento de mantenimiento del statu quo?
Pienso que la política es hoy en día un sistema estancado, donde realmente se producen pocas cosas. Hay varios factores que lo explican, pero diría que lo más importantes es entender que la política no es un sistema que modifica comportamientos de arriba abajo, como si se recetara un medicamento, cuando en el fondo tiene más que ver con la auto transformación de la propia sociedad. Y la otra: cuando quieres transformar la sociedad necesitamos construir una subjetividad política amplia, no vale una mayoría parlamentaria ocasional, es preciso mayores elementos de transversalidad.
Si pensamos en los cuatro grandes retos de la agenda política europea –digitalización, transformación ecológica, igualdad y cohesión social-, cualquiera de ellos desborda a un gobierno y a un sistema político. Requiere la implicación de muchos agentes y tiene poco que ver con los programas de los partidos políticos, con agendas muy limitadas.
¿Qué lectura hace de la moción de censura presentada recientemente?
Que la política es lo que pasa cuando uno intenta hacer alguna cosa y no le sale bien. El precedente más interesante lo tenemos cuando Ciudadanos avisó de que iba a presentar una moción de censura en Murcia, y eso implicó que Ayuso en Madrid convocara rápidamente elecciones y sacara a Ciudadanos del campo de juego.
Con esto quiero decir que en una sociedad democrática hay muchos actores en juego haciendo política, con intereses diversos, que tienen el mismo derecho a jugar la partida. Es gente intentando modificar la agenda, imponer prioridades; esto no lo maneja nadie y sale lo que sale.
La presentación de la moción de censura es legítima, pero no deja de ser un abuso al Parlamento, porque se sabía que no se iba a conseguir esa mayoría, pero también es cierto que no se puede dejar de intenta convencer a los otros. El resultado ha servido para que todos los partidos aprovecharan la oportunidad de exhibir su propia estrategia, establecer la contraposición que les fuera más conveniente y quien realmente ha quedado en ridículo ha sido Vox y su candidato.
¿Cómo explica el apoyo de muchos trabajadores de clase social media-baja a la derecha?
Hay distintos tipos de trabajadores y de países. Yo he vivido muchos años en Francia, y allí los trabajadores ya votan masivamente a la derecha. En España todavía no se ha producido ese movimiento y al PSOE le siguen votando las rentas más bajas. Pero eso podría modificarse si sucede lo que le está pasando a la población más desprotegida en el país vecino: Le Pen le ha dado un giro obrerista a su política, siendo ella una persona que viene de la elite parisina, y ha sabido conectar con un sentimiento de desprotección de las personas ante una Europa que no termina de ser comprensible para muchos y unos espacios abiertos que configuran un nuevo tipo de inquietud ante la inmigración.
Hay ciertos tipos de trabajadores que se sienten más inquietos ante las oleadas migratorias que las elites: a mí no me va a quitar mi puesto de catedrático de universidad alguien que llega en una patera, por ejemplo, pero si estoy en un trabajo precario y mal pagado y llega gente que podría trabajar más duro por menos salario lo puedo ver como amenazante.
Para muchos de nosotros la multiculturalidad es que un día comes en un restaurante libanés y al siguiente en un mexicano…pero eso no es real. Hay que ser conscientes de que hay gente que tiene unos miedos que no compartimos otros, y eso hay que entenderlo. El miedo de la derecha es el miedo al remplazamiento étnico-cultural, lo cual no se está dando en absoluto, porque ni en número ni en fortaleza se produce este hecho. Y el miedo de la izquierda es el remplazamiento laboral, que tampoco es realista. La inteligencia artificial y la digitalización realizan tareas muy significativas, pero no sustituye puestos de trabajo. Va a suceder una transición difícil y dolorosa en este ámbito y habrá que proteger a los más desfavorecidos, pero pensar que lo que hacemos la mayoría es perfectamente sustituible por una máquina, sin que haya una pérdida, no es realista.
¿Qué opinión le merece ver a veinteañeros iracundos protestando en Francia porque van a tener que trabajar dos años más? ¿Hay otro tipo de descontento detrás?
La verdad es que no lo entiendo. Supongo que es una manera de encauzar una cierta insatisfacción que obedece a otras causas. Vemos gente joven protestando porque los mayores vayan a estar pagando dos años más las pensiones de los primeros. Creo que en un asunto de transferencia y justicia intergeneracional los jóvenes tendrían que estar protestando justamente por lo contrario: por la insostenibilidad de nuestro sistema de bienestar, la contaminación o el cambio climático. Estamos hablando de su futuro, no del mío. A la generación de pensionistas inminentes no nos preocupa demasiado la sostenibilidad del sistema, pero a ellos sí. Estamos hablando de su futuro, no del mío.
¿A qué obedece la escasa conexión de la política con los jóvenes?
En mi último libro, ‘La libertad democrática’, parto del asombro de que últimamente las derechas están reivindicando expresiones de libertad, algo frívolas, pero que encuentran su acomodo en parte de la sociedad que está muy cansada de las limitaciones de la pandemia o del cambio climático, por ejemplo. Mientras que la izquierda, con más razón, ejerce un tipo de comunicación más dirigida al cambio de actitudes. El mensaje es correcto, pero la manera de hacerlo no tendrá ningún éxito en ciertos sectores de la población si no se formula de forma positiva, si no se explica el gozo de vivir en una sociedad igualitaria o de vivir en un entorno sano, por ejemplo. Tenemos de que dejar de dar a entender que nos estamos perdiendo el chuletón…
Ahora mismo la distinción más fuerte entre unos y otros es que a la gente de derechas le digan lo que tiene que hacer, y a las de izquierdas que los excluyan de los procesos de toma de decisiones. Ese es el nuevo eje de confrontación.
En una época de híper conectividad, ¿están las ideologías alineadas con los tiempos que corren?
Déjame que te diga que la híper conectividad está ahora mismo en cuestión, porque existe un malestar con la excesiva conectividad. Frente a un primer momento globalizado fuerte, a comienzos de siglo, donde estar conectado era primordial, ahora se reivindica el tiempo para la desconexión.
En cualquier caso, los partidos políticos se están enterando muy mal. Observo una gran ansiedad. Se dramatizan los escenarios para acelerar el reemplazo, y eso genera una forma de actuar atropellada y torpe. Esto es un carrusel donde es muy difícil encajar tu mensaje. La vida apacible de un Feijóo en Galicia no tiene nada que ver con el torbellino madrileño en el que está ahora, y es un buen ejemplo de la política sosegada de provincias frente a un entorno madrileño acelerado. La capital es además una trituradora de liderazgos; a su predecesor se le trituró sin ni siquiera haberse presentado a las elecciones. Ningún partido tolera dos fracasos, las promesas se agotan y nos olvidamos de los electores. Nunca ha sido la política tan difícil como ahora.
Siendo un observador tan agudo de la política, ¿no le dan ganas de meterse en ella?
No, me encanta la política, pero no la vida política. He conocido a muchos líderes, he hablado personalmente con Mateo Renzi, con Enmanuel Macron, he estado con Gabriel Boric en Chile… Me ha interesado siempre hacer una filosofía política que tuviera en cuenta el modo en el que ellos viven su propio oficio, pero no me seduce nada como modo de vida propio.
¿Le leen los políticos a usted?
Sí, bastante, y de diverso signo. Me ha llamado Pablo Casado, Pere Aragonés, Iñigo Urkullu, José Luis Zapatero o Boric… y les he dado mi opinión sobre distintos temas. Nunca me ha preocupado mucho saber si me han hecho caso o no, porque no me gusta la posición del intelectual, que pontifica y no tiene ninguna responsabilidad; es algo que detesto. Entiendo muy bien que una persona que está en la política tiene la gloria del éxito y la ruina del fracaso, y también la última responsabilidad. Además, los políticos tienen la legitimidad, y de los que estamos en la academia nadie se va a acordar si hemos dado buenos consejos o malos, y vaya si ha habido intelectuales que han sido malos consejeros de políticos….
No diré el nombre, pero una vez un político me pidió opinión en medio de las negociaciones con ETA. Le dije lo que pensaba, pero también le sugerí que preguntara a alguien más, a lo que me contestó que no tenía tiempo. Sentí una angustia enorme, porque me había cargado de una gran responsabilidad. Si tengo que dar un consejo es que oigan muchas voces distintas.
¿Ha escrito algo que releído después con el tiempo haya dicho ‘ostras’….?
Quizá en el plano teórico no, pero en el empírico sí, y han sido errores de apreciación. Por ejemplo, creo que en su momento infraestimé la irrupción de Unidas Podemos en la política española y en cambio sobreestimé la de Ciudadanos. Pero creo que no cometí el error de sumarme a la ola de entusiasmo de la nueva política, mantuve cierto escepticismo y escribí algo sobre las resistencias del bipartidismo. Me parece que he tenido razón.
¿Qué opinión tiene de las distintas visiones del feminismo que se dan en nuestro país?
En estos momentos es difícil ser cualquier cosa. Venimos de un mundo en el que las identidades nos acompañaban desde el nacimiento y las expectativas respecto de nosotros estaban muy definidas. Uno nacía con el ‘pack’ completo de todas las dimensiones a las que había que atender. Eso se rompe con la irrupción de la identidad posconvencional y hoy concebimos la identidad propia como un puzle donde cogemos retazos de una cosa y de otra, con síntesis de los más curiosas o extravagantes, o simplemente extrañas en relación con lo que teníamos antes.
El feminismo no es una cuestión solo de mujeres, afecta a los hombres. Y si ellos no lo entienden o lo viven como una agresión no habrá avance. En estos momentos los gobiernos de izquierda -sobre todo- nos interpelan con muchas modificaciones de cambios de modelo de vida -cómo desplazarnos, cómo alimentarnos, cómo nombrar a las personas- y puede estar ocurriendo que haya una parte de la sociedad que rechaza el cambio porque en el fondo, aunque sabe que es muy interesante, hay que hacer un esfuerzo por adaptarse, en lugar de dejarnos vivir de forma placentera.
Con el consentimiento pasa lo mismo: es como si fuera una especie de incordio, cuando en el fondo todos sabemos lo que queremos. De tal forma que una parte de la población puede llegar a pensar que el sexo sin consentimiento es mucho mejor que con él, como si no entendiera que lo mejor es el placer compartido, y como si el placer fuera una cuestión de disfrute individual.
Me parece muy normal que haya ese debate identitario sobre qué es ser mujer, y además tampoco está nada claro qué es ser un hombre hoy. Mi impresión es que en la España de Zapatero estábamos muy orgullosos de lo rápido que se había avanzado en feminismo y en el reconocimiento del matrimonio homosexual, y se cometió un error de apreciación: la sociedad va más lenta que las disposiciones legislativas y los cambios políticos. Y de hecho el avance de la extrema derecha puede explicarse por eso mismo, porque procede de un cierto malestar de los varones de la sociedad que se sienten destronados y muy inseguros. Cierto es que con la modificación de los tipos penales disuades algunas conductas, pero eso no cambia los roles de la pareja ni las masculinidades que venimos arrastrando desde hace muchísimo tiempo.
¿Qué clase de supervisión hay que hacer sobre los algoritmos para que la inteligencia artificial no nos desborde?
Hemos inventado un tipo de tecnología llamado ‘machine learning’, máquinas que aprenden. Cuando uno tiene un hijo o una hija que aprende, el control sobre él o ella es limitado, podemos educarlos, pero no controlarlos. Análogamente, este tipo de tecnologías requieren regulación y supervisión, pero no van a tolerar un control excesivo sin arruinar su performatividad, que es lo que no queremos. Cada vez conducimos coches más seguros, pero también más desobedientes, porque toman decisiones automatizadas por su cuenta al margen de nuestra voluntad, lo cual puede ser fantástico. Tenemos que construir un ecosistema humanos-máquinas donde se combinen los aciertos de los unos y los otros y donde se corrijan los errores de ambos.
Esto no va de humanos controlando un proceso, sino de humanos que entienden que este proceso tiene una similitud con la evolución biológica, que de alguna manera son ‘seres vivos’ …de hecho, hablamos de redes neuronales para explicar la inteligencia artificial. Hemos entendido que las máquinas evolucionan con una lógica más similar a la del mundo biológico que a la del físico, y que nosotros coevolucionamos con ellas. Debemos construir un sistema en el que debe haber más diálogo que control. No podemos aplicar las categorías que nos servían para el control del mundo analógico a la inteligencia artificial; debemos entenderlo bien.
Si antes ya hablábamos de brecha digital, ¿qué va a suceder ahora?
Ha habido unos años de una cierta unificación digital, en los que los norteamericanos nos prestaban con su tradicional benevolencia colonial una plataforma en la que ellos supuestamente no tenían ningún interés. Desde hace unos años esto ha cambiado, y tenemos un espacio completamente fragmentado.
Por un lado, está la brecha norte-sur; por otro, ya se habla del sur global como un planeta absolutamente diferente y, finalmente, dentro del norte global tenemos al menos tres modelos de Internet. El primero es el americano, regido por criterios de negocio; el segundo es el ruso y chino, centrado sobre un nuevo telón de acero digital en el caso del ruso y en tecnologías al servicio del poder en el caso chino. Y luego está el modelo europeo, en el que tratamos de combinar el grado de supervisión con la privacidad, el espacio abierto de los datos, la huella ecológica… Esa es la gran apuesta que tenemos ahora mismo.
Gabinete de comunicación