De la “hacienda deliciosa”, como la llamó José Viera y Clavijo, a “el Edén que se extiende hasta las olas del mar”, como la definió el astrónomo parisino Jean Mascart. Tampoco hay que olvidar a Sabino Berthelot o Jules Leclercq, quien dijo que estar en medio de sus palmeras era como encontrarse en la mismísima alameda de Río de Janeiro. Y es que era tal la belleza natural e hipnótica y el poder evocador (casi onírico) que la hacienda de Castro, situada en Los Realejos, tenía sobre los viajeros que visitaban Tenerife en el siglo XIX, que reconocerla estampada en las postales con las que escribían a sus compatriotas contándoles las peripecias de sus viajes en las islas era de lo más común. Y un tanto ‘in’ también, no en vano era lo que se llevaba en la época.
Hoy en día alrededor de esta gran casa que se levanta erguida, amarilla y en todo su esplendor, a los pies del mirador de San Pedro, en la Rambla de Castro, sigue sucediendo lo mismo. La prueba palpable son los turistas, caminantes, senderistas experimentados y curiosos ávidos por perderse entre un paisaje de naturaleza tupida y clorofílica, día sí, día también, que se acercan para admirar sus encantos, unos atributos que han pervivido desde que fue construida, en el siglo XVI, tras la conquista de Canarias.
Cinco siglos después, la conocida como casona de los Castro que el adelantado Alonso Fernández de Lugo regaló al señor Hernando de Castro sigue dominando un paisaje que en la actualidad es un Espacio Natural Protegido donde se esconden otros tesoros patrimoniales y naturales que bien merecen una visita, como la playa de Los Roques o el fortín de San Fernando.
Sin embargo, continúa sin uso (excepto por algunos actos municipales) hasta que, como acaban de anunciar el Ayuntamiento de Los Realejos y el Cabildo tinerfeño, se rehabilite para devolverle todo su esplendor y belleza, y convertirla en un centro de visitantes que restituya la impronta de un tiempo pasado, del que es buen conocedor Juan Ramón Núñez Pestano, profesor titular del Departamento de Geografía e Historia de la Universidad de La Laguna, experto en historia agraria y archivos familiares, y artífice (junto a otros compañeros e investigadores de la ULL) del libro La ruta de las haciendas: un recorrido por el paisaje cultural de las antiguas vitícolas del norte de Tenerife.
Dentro del libro de las rutas
El libro, muy amplio y descriptivo, contiene los mapas de siete rutas que transcurren por distintas comarcas de Tenerife. Solo hay que hacer clic sobre cualquiera de ellas para que se desplieguen los recorridos trazados que, a lo sumo, pueden ‘patearse’ en cuatro o cinco horas. Eso es lo estipulado para el trayecto más largo. De momento, la iniciativa promete, y desde la Universidad de La Laguna se está en negociaciones para valorar la posibilidad de construir un centro de visitantes.
“Las instituciones que más receptividad han mostrado al proyecto, de momento, han sido el Ayuntamiento de Buenavista del Norte y la Consejería de Turismo, Industria y Comercio del Gobierno de Canarias. Además, contamos también con el apoyo inestimable de la Fundación CajaCanarias, comenta Núñez Pestano.
La publicación ‘resucita’ casi 90 haciendas vitícolas situadas en la isla de Tenerife que abren sus puertas de par en par en 1.036 paginas para mostrar lo que fueron antaño, pero, sobre todo, para hacerse valer no solo como grandes casonas que acaparaban la mirada y admiración de todo aquel que se acercaba a ellas, sino como patrimonio paisajístico. Como dice Núñez, la hacienda construyó el paisaje y lo hizo porque “al ser una gran explotación, los sistemas de regadíos, el abancalado y la red de caminos reales se construyeron en torno a ella”.
Este enfoque de la hacienda como elemento patrimonial mantenido por la catedrática de Historia del Arte de la Universidad de La Laguna Margarita Rodríguez González entroncaba con la línea que el historiador venía trabajando, la construcción de los paisajes culturales, que ahora parecen naturales pero que, históricamente, se construyeron a través de la ganadería extensiva. “Una cuestión histórica y no de la naturaleza, sino del hombre”.
Fue la confluencia de estos dos aspectos la que llevó (a Núñez y su equipo de investigadores, Tierra, familia y sociedad en la Edad Moderna) a plantearse el estudio de las haciendas junto al proceso de transformación del paisaje. Y lo primero con lo que se pusieron manos a la obra fue con la cantidad de haciendas que había en Tenerife (200) y hasta qué punto y cómo, habían modelado el paisaje. Y es esa dualidad desde la que se abordan en el libro, al ser “edificaciones singulares que dominan un espacio geográfico y lo definen”.
Descubriendo las casonas de Tenerife
Hablamos de haciendas diseminadas por distintas zonas de Tenerife, sobre todo por el norte, pero también en otras áreas de la isla donde permanecen en pie para recordar al visitante el esplendor y riqueza de las familias de terratenientes que las mantuvieron hasta la mitad del siglo XIX como centros de producción del afamado malvasía de Canarias, el canary sack wine del que hasta Shakespeare se confesó admirador. Tan maravillado estaba con sus cualidades que no dudó en rendirle tributo en muchas de sus obras literarias.
Las casonas de los siglos XVI, XVII y XVIII situadas en el norte y nordeste de la isla que gracias a esta investigación ‒en la que trabajaron 18 personas durante tres años de intensa labor de documentación y trabajo de campo‒ pueden recorrerse en rutas guiadas, son las que construyen el paisaje de la comarca de Anaga, Tegueste-Valle de Guerra, Tacoronte-Acentejo, La Rambla, Icod-Garachico y la comarca Daute.
Descubrirlas siguiendo el rastro perdido de los antiguos caminos reales conducirá a algunas casonas tan emblemáticas como la ya mencionada de Rambla de Castro, San Juan de Taco y la Quinta Roja de Garachico (Daute), las haciendas de Boquín y de El Malpaís, en Icod de Los Vinos, las de El Mayorazgo de Franchi, San Sebastián y San Jerónimo, en el Valle de La Orotava, o Santo Domingo y San Juan, en Tacoronte-Acentejo, sin olvidar las haciendas Las Palmas de Anaga y El Socorro y San Francisco de Paula (Tegueste-Valle de Guerra).
Aunque unas han llegado a nuestros días muy bien conservadas y otras prácticamente en ruinas, el libro exhibe una muestra de aquellas que pudieron documentarse intensamente para saber quién las construyó, en manos de qué familia estaba, cómo se explotaba, cuáles eran las prácticas agrícolas o la relación entre los amos y campesinos”, dice Juan Ramón Núñez, mientras precisa que el trabajo comenzó especificando cómo se localizaban las haciendas, para llegar a la conclusión de que se construyeron en torno a la red de caminos reales.
Porque las casas de la clase terrateniente se construían para ser vistas y admiradas y no para estar ocultas a la vista de los demás. “Frente a la percepción contemporánea en la que domina el concepto de privacidad, hoy amurallamos y aislamos las casas de la mirada exterior y antes era todo lo contrario: la riqueza se tenía que mostrar, por eso la hacienda está situada al borde del camino, para ver y ser vista”. Así se exhibía el poder y rango de la familia propietaria y, al mismo tiempo, se controlaba al campesinado que trabajaba en ella.
La hacienda versus el cortijo
Al contrario que en la Península, donde los cortijos están rodeados por viviendas adyacentes en las que viven los aparceros que sirven y trabajan las tierras de sus dueños, como describió magistralmente Miguel Delibes en su novela Los santos inocentes, alrededor de las haciendas canarias no se solía permitir el asentamiento de los medianeros y trabajadores por miedo a robos y a que pudieran entrar y salir libremente de ellas. Era normal que los ‘amos’ acudieran en contadas ocasiones a lo largo del año. “Estas casonas eran espacios relativamente deshumanizados, por eso los barrios surgen en los entornos, donde sí habitaba la población que trabajaba en las haciendas”, explica Núñez.
A pesar de que son muy pocas las que poseen la declaración de Bien de Interés Cultural (BIC), excepto La Quinta Roja o Boquín ‒que están en vías de conseguirla‒ y casi contadas con los dedos de una mano las que todavía siguen perteneciendo a las familias originarias, todas ellas poseen un valor patrimonial innegable que nos habla de un pasado de esplendor, riqueza y productividad, como la de la hacienda Los Príncipes, la hacienda “más importante de Tenerife”.
Situada en el municipio de Los Realejos, esta enorme hacienda que iba del mar a la cumbre pertenecía al adelantado Alonso Fernández de Lugo y sus descendientes. “Sin lugar a dudas, sus 85 hectáreas de terreno, que todavía conservan parte de su abancalado, eran las más productivas de la isla”, comenta el investigador, quien cita también la hacienda de Las Palmas de Anaga como una de sus favoritas.
“También es muy ‘visitable’ y valorada, pero yo siempre tengo una cierta prevención a la hora de recomendarla, porque para llegar hasta ella hay que ser de la tierra (canaria) y ser un buen caminante”. La hacienda, que actualmente está en venta, carece de vía de acceso por tierra. Hay que pasar Benijos, el Draguillo y después recorrer un sendero “bastante peligroso”, no apto para caminantes poco experimentados.
Las carreteras que ocultaron los caminos reales
Investigando todo lo concerniente a las haciendas descubrieron que la red de caminos reales del norte de Tenerife fue “machacada” por las carreteras y la autopista. “Parte de las carreteras se superpusieron sobre el antiguo camino real y otras quedaron como variantes en desuso. La ubicación de las casonas existentes o desaparecidas fue lo que nos permitió reconstruir las más de 80 haciendas que aparecen en el libro y organizar rutas en torno a ellas”, explica el profesor de la Universidad de La Laguna.
Así que encontrarse de frente una de estas maravillosas haciendas que salpican la geografía tinerfeña implicaba perderse en su paisaje y caminar el territorio hasta descubrirlas, ocultas por el moderno sistema de carreteras y autopistas que cortaban el terreno que transcurría de la costa a la cumbre, hasta separarlo por la mitad. “Hemos reconducido esas rutas siguiendo tramos de carreteras y caminos reales e intentando que todas las rutas sean factibles, con la excepción de algún tramo que puede hacerse a pie y algún otro que no aconsejamos, a no ser que se sea un montañero experto”.
“Al final descubrimos que, salvo en algunas zonas, la revolución industrial de la platanera, a comienzos del siglo XX, cambió el paisaje vitícola, debido a que su abancalado necesita una superficie amplia y regular. Es un trabajo contemporáneo muy esforzado y duro que construyeron nuestros bisabuelos”. Es un hecho que la evolución y expansión del cultivo de la platanera transformó buena parte del paisaje vitícola de las haciendas, un aprendizaje que les llegó casi al final del estudio.
Una de las rutas que pueden recorrerse es la de Daute, la más alejada de todas, en la que el camino real antiguo no fue destrozado por la carretera y ha logrado subsistir con las haciendas a un lado y al otro. Cuando se construyó la carretera General del Norte, el camino cruzó por medio de las fincas de plataneras para servir de guía de salida a la exportación de plátanos, alejándose del camino real que estaba un kilómetro más arriba, y al que se puede llegar con vehículo.
El rescate de los viñedos de malvasía
A pesar de que son muchas las propiedades en estas rutas que ya no pertenecen a las familias históricas, algunas de ellas están implicadas en la idea de reintroducir el cultivo vitícola en la zona, una alternativa económica al abandono de la labranza que deje fuera de juego a la urbanización y dé una nueva oportunidad al viñedo antiguo de Canarias, el malvasía, cuya imagen de marca histórica, la del ‘canary sack’, no solo es potente sino reconocible por cualquier enófilo culto de Europa.
“Ya hay algunas haciendas ‒dice Juan Ramón Núñez‒ donde se han obtenido patrones de viña de malvasía en la maleza, reproducidos de las cepas originales. Y a pesar de que el malvasía tiene menos producción que otras variedades de uva, como la negramoll o el listán negro, cuenta con una imagen de marca que vale la pena exportar”.
No hay que olvidar que hasta hace siglos, la imagen de la hacienda en Canarias era indisoluble de la del viñedo y, por consiguiente, de la del hacendado. Tener una hacienda con extensiones de vides era símbolo de prestigio y reconocimiento social, a pesar de que las arcas de los señores terratenientes no estuviesen precisamente llenas; más bien todo lo contrario. El efectivo no abundaba demasiado.
La regla de oro de la administración de la hacienda era gastar el mínimo efectivo posible. El sistema de administración era muy complejo porque una parte de los gastos de explotación tenÍan que ser cubiertos con los productos de otras haciendas, por eso muchos hacendados poseían tierras en el sur de la isla para tener trigo con el que pagar los salarios de los jornaleros del norte, y eso propiciaba un trasiego”, explica el investigador de la Universidad de La Laguna.
Los hacendados y los mercaderes
Los hacendados cobraban en mercancías de importación, al menos un tercio del valor de los vinos que vendían a los mercaderes extranjeros. Y entre las más apreciadas estaban los productos de lujo: la ropa de buena calidad, confeccionada a base de sedas o linos, los alimentos exquisitos, como el jamón de Virginia ‒muy valorado en la época‒ u otros tejidos más corrientes con los que se pagaban los jornales de los trabajadores de la hacienda.
Eran contadas las ocasiones en las que se pagaba con dinero en efectivo. “En las tiendas de las haciendas se trabajaba con el trueque, un sistema muy parecido al peonaje mejicano, que servía para controlar y retener la mano de obra. Y esto era así porque el sistema estaba establecido para que el campesinado se quedara como deudor, y además, agradecido a los hacendados”.
Ese agradecimiento era parte de los entresijos del funcionamiento interno de las haciendas y las relaciones entre los hacendados y jornaleros, que han visto la luz gracias a los documentos notariales y archivos que continúan en manos de las familias históricas. La correspondencia entre el amo y el mayordomo de la hacienda, en legajos en los que de capataz a señor hablaban de la compra del vino o de otros asuntos y quehaceres que competían al funcionamiento interno de la propiedad, han arrojado la luz suficiente como para reconstruir cómo era la vida en las haciendas de Tenerife.
Y si de algo no hay duda, tal y como comenta este profesor de la Universidad de La Laguna y estudioso del proceso de reforestación de Tenerife, es que allí donde hay una palmera y una araucaria enorme, hay una hacienda. “Eso fue algo que me enseñó María del Carmen Fraga, la maestra de Margarita Rodríguez, y la razón es que era un árbol de crecimiento rápido que el servicio forestal entregaba de forma gratuita”. Y qué mejor espacio para plantar un árbol imponente que puede alcanzar los 50 metros de altura que una hacienda con grandes extensiones, al borde del camino, para ver y ser vista.
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