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Las escritoras ecuatorianas Mónica Ojeda y Natalia García Freire explican en Campus América su búsqueda de un lenguaje liberado

viernes 11 de octubre de 2024 - 10:43 GMT+0000

Las escritoras Mónica Ojeda (i) y Natalia García Freire (d) fotografiadas en el Campus de Guajara.

Ecuador es el país invitado del Campus América 2024 y, por ello, cuenta con la presencia de especialistas del país latinoamericano en diferentes ámbitos, entre ellos el literario. Mónica Ojeda y Natalia García Freire son dos de las escritoras ecuatorianas contemporáneas con mayor proyección nacional e internacional y participaron ayer, jueves 10, en un seminario en el cual reflexionaron sobre sus inquietudes creativas. Cada una desde una perspectiva muy personal, ambas coincidieron en plantear su necesidad de liberar el lenguaje de su rigidez para alcanzar una mayor expresividad que, incluso negando la lógica, pueda reflejar con mayor certeza sentimientos difíciles o inasibles, como la complejidad telúrica del paisaje.

El seminario Narradoras ecuatorianas actuales está coordinado por el profesor del Departamento de Filología Española Javier Rivero Grandoso y, además de con las ponencias de las dos escritoras, contó con dos intervenciones más teóricas a cargo de las filólogas Yolanda Pesch, quien disertó sobre la obra de una de las invitadas, Mónica Ojeda, y Paula Cabrera Castro, con una intervención alrededor de otras dos literatas ecuatorianas, María Fernanda Ampuero y Yuliana Ortiz Ruano.

Música y monstruosidad

Mónica Ojeda es una escritora cuya obra ha sido calificada como “extrema” por abordar temas incómodos, incluso tabúes, y su desdén por las categorizaciones genéricas la uso. En su ponencia, avanzó una reflexión en la que está trabajando actualmente sobre la pulsión creativa tras la música, que se relaciona con la escritura y que, desde hace siglos, está vinculada a lo monstruoso y lo terrible en diferentes culturas de todo el planeta.

Comenzó señalando que el primer instrumento musical conocido es una flauta de hace 30.000 años hecha con hueso de mamut, y a partir de ese momento prehistórico, muchos enseres para crear música estaban hechos con huesos de animales e, incluso, de humanos. Hay, pues, una vinculación entre música y muerte desde los principios de la humanidad, que luego se trasladaría los mitos.

Así, en la antigüedad clásica el mejor de los músicos, Orfeo, visita el infierno para tratar infructuosamente de liberar a su amada Eurídice y termina desmembrado por las ménades. Un destino similar vivió la ninfa Eco, muerta por designios del dios Pan, quien creó una flauta que imitaba la voz de esa mujer caída en desgracia. Y también está el doble caso de Apolo, que por un lado creó la primera guitarra con la madera del árbol en el cual se transformó Dafne para huir de él y así evitar ser violada, y por otro desolló vivo a Marsias por atreverse a compararse con él como músico.

Javier Rivero Grandoso.

Javier Rivero Grandoso.

La vinculación música-muerte no solo se ha dado en la mitología clásica, y ahí está la historia de Lamec, quien según la tradición hebrea creó el laúd inspirado por la forma del cadáver putrefacto de su propio hijo; o la de aquel dios andino que creó la quena con el fémur de la fallecida virgen el sol de la que estaba enamorado. En esa relación entre muerte y música subyace la noción de que, para hacer una melodía estremecedora, es necesaria la pérdida.

Ojeda también se refirió a la vinculación de la música con lo demoniaco, recordando el tritono, un acorde particularmente disonante que desde la Edad Media se proscribió por considerarse la expresión musical de lo satánico. O la relación que siempre ha habido entre el violín y el demonio, con figuras como Paganini y su supuesto pacto maléfico para lograr su virtuosismo, o Skriabin, quien afirmaba que su sexta sonata estaba inspirada por el maligno.

La ponente se detuvo de manera prolija en desglosar el amplio bestiario de criaturas siniestras vinculadas a lo musical. Entre las femeninas destacan las sirenas con su canto seductor y fatal, un mito con muchas variantes similares en muchas culturas. Entre las masculinas, el patacoré esmeraldeño, funesta figura del folclore ecuatoriano que trae la perdición en los bailes cuando suena la marimba.

Ese vínculo entre lo musical y lo terrorífico se relaciona con la idea de la música como elemento irracional que despierta el cuerpo y lo lleva a lo sensual, lo cual provoca rechazo porque existe un terror al deseo común en muchas culturas. Trayendo esa idea a la literatura, la ponente recordó la reflexión del escritor Pedro Lemebel, para quien la lógica del alfabeto constriñe el ritmo y, para liberarlo, hay que buscar lo irracional. Esa escritura ideal que agita lo sensorial, no lo racional, estaría así emparentada con la idea del monstruo, según Ojeda.

La expresión del paisaje

Por su parte, Natalia García Freire también se refirió a la necesidad de sustraerse de toda lógica para poder llegar a la emoción cuando se trate de escribir -no describir- el paisaje. Porque se trata de un ente cargado de connotaciones de toda clase, desde históricas a identitarias, pasando por las obviamente relacionadas con la naturaleza que, para la autora, el lenguaje humano no es capaz de expresar en toda su dimensión.

García Freire hace esa reflexión estética y casi poética reconociendo su propia incapacidad para expresar el paisaje andino de su lugar de nacimiento. Un paisaje con una serie de códigos que a ella no le han sido revelados y, por tanto, le lleva a plantearse cómo alcanzar aquello que le es ajeno en su proceso creativo. Es también una incapacidad propia de la civilización, que ha perdido ese contacto con lo natural, pasado ya el tiempo en el cual esos “códigos telúricos” estaban más presentes.

La escritora puso algunos ejemplos de obras que, en su opinión había logrado superar esas barreras del lenguaje para llegar a la expresividad por la que aboga. Uno de ellos es el poema “Sollozo por Pedro Jara”, elegía del poeta ecuatoriano Efraín Jara Indrovo a su propio hijo, en la que el dolor humano se expresa de un modo que lo acerca a la fisicidad montañosa, lo que García Freire calificó como “un lenguaje de la metamorfosis”, que se desarticula “para que pueda surgir el paisaje”.

Otro ejemplo es el del español Ce Santiago en “El mar indemostrable”, con un amplio despliegue de lenguaje alusivo a lo marítimo y, sobre todo, un lamento por la pérdida del misterio y poder evocador del océano a causa “del ateísmo del sónar y el radar”. Un ámbito que, al igual que la cordillera, era un territorio de lo sobrenatural que ha sido desplazados por la civilización y ahora falta el lenguaje para poder volver a evocarlo.

“El paisaje carga una historia, está atravesado por violencias y emociones. Para acceder a esa historia hay que estar dispuesto a atravesar también ese dolor que ha pasado por esos paisajes”, reflexionó la autora, que en otro momento también explicó la necesidad de escapar de la lógica para llegar a la emoción en la escritura: “No importa si lo que se narra no es verosímil, importa que se logre llegar a la emocionalidad a través de la alucinación de la memoria”.

Yolanda Pesch, Javier Rivero, Mónica Ojeda, Natalia García Freire y Paula Cabrera.

Yolanda Pesch, Javier Rivero, Mónica Ojeda, Natalia García Freire y Paula Cabrera.

Ponencias filológicas

Durante la sesión de ayer, la filóloga Yolanda Pesch realizó una rápida semblanza por la obra de Mónica Ojeda, autora con la que está muy familiarizada porque su trabajo de fin de grado hace unos años versó, precisamente, sobre ella, y desde entonces ha seguido ahondando en su obra, enmarcada en lo que ha dado en llamar el “gótico andino” y caracterizada por una insólita dualidad: por una parte, se centra en temas escabrosos, incluso abyectos, como la pornografía infantil y la violencia intrafamiliar y contra las mujeres pero, por otra, lo hace buscando la máxima belleza posible en el lenguaje.

Esa violencia es una característica generalizada en las escritoras ecuatorianas contemporáneas, como explicó en la tercera ponencia de la jornada Paula Cabrera Castro al desgranar las características de la obra de María Fernanda Ampuero y Yuliana Ortiz. Es el reflejo literario de una situación social terrible para las mujeres en un país en el cual, en el que lo que va de año, se han registrado oficialmente 111 feminicidios, pero que podrían ser más del doble según algunas asociaciones. La literatura de las autoras refleja el terror de esa sociedad patriarcal y las estrategias de las mujeres para escapar de su violencia, que pasan por tratar de hacerse “no deseables” e, incluso, la muerte.


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