Michael Ben-Eli posee un peculiar perfil profesional que conjuga la arquitectura y la cibernética, mezcla de la que surgió el Laboratorio de Sostenibilidad que creó en 2008 en Nueva York con el objetivo de plantear soluciones innovadoras y con enfoque sistémico-holístico a los diversos desafíos que supone la búsqueda de la sostenibilidad. Este consultor que ha colaborado con algunos de los organismos internacionales más relevante fue ponente a finales de marzo en las jornadas “Explorando las Fronteras de la Sostenibilidad en Canarias”, durante las cuales expuso un diagnóstico sobre Canarias en el cual apreció oportunidades para mejorar. Sobre estas cuestiones, así como sobre su trayectoria profesional, pudimos hablar más detenidamente tras su intervención en la Universidad de La Laguna.
Comenzó como arquitecto y estudió con Richard Buckminster Fuller, quien en aquel entonces ya estaba interesado en la sostenibilidad. ¿Podría explicar esa relación?
Fui a Londres a estudiar arquitectura. No conocía a Fuller y durante el primer semestre de mi primer año asistí a una conferencia que impartió. Hablaba del proyecto que impulsaba en aquella época, llamado “Década Mundial de la Ciencia del Diseño” (“World Design Science Decade”). Su idea, típica de Fuller, era muy ambiciosa: que todas las escuelas y estudiantes de arquitectura del planeta colaboraran en un programa de diez años para rediseñar el mundo. Nunca había oído nada parecido; para mí, la arquitectura era Frank Lloyd Wright o Le Corbusier: diseñas un edificio, una mesa… Y ahí estaba alguien hablando del planeta en su conjunto como objeto de diseño. Yo, con 21 años, temblaba de emoción.
A mi lado estaba sentado Keith Grichloff, un joven pintor que se convirtió en matemático que daba clases allí. No era mi profesor pero lo conocía, así que, emocionado, le pregunté: “¿Cómo podemos participar en este programa?”. Y respondió: “Bueno, he estado investigando algo de geometría para Fuller y voy a desayunar con él mañana. ¿Por qué no vienes tú también?”. Así que me uní al desayuno con mucha inquietud. Hubo química inmediata con Fuller y decidí trabajar en el programa.
La Architectural Association (AA) de Londres era una escuela muy vanguardista, progresista y peculiar, así que me permitieron trabajar con él al margen del curso. El término “sostenibilidad” no existía entonces y todos lo que él abordaba, como los recursos naturales y la población, hoy se incluyen bajo el paraguas de la sostenibilidad, pero eran temas de los que yo no era consciente y él me abrió los ojos. Al graduarme, me pidió que lo siguiera en la Universidad de Carbondale, en Illinois. Y así fue como llegué a Estados Unidos.
¿Cómo ha evolucionado el concepto de sostenibilidad durante estos años?
En los años 60 comenzó a comprenderse que algo se estaba desequilibrando. La atención se centraba principalmente en cuestiones ambientales. La Revolución Verde, por así decirlo, lo inició todo. Fuller se centraba en la “tecnología apropiada”; se dio cuenta de que existía un problema de recursos, así que abogó por la idea de hacer más con menos, es decir, cómo la tecnología puede permitirnos aprovechar mejor cada molécula, cada unidad de tiempo. La Revolución Verde se impuso y el énfasis se centró en el medio ambiente, en qué debemos y qué no debemos hacerle.
En los últimos años, se ha comprendido que el concepto de sostenibilidad es mucho más amplio e incluye no solo el impacto en el medio ambiente y la tecnología, sino también cuestiones sobre cómo se gobierna la sociedad y cuál es la estructura de la economía. Diría que el concepto se ha ampliado y, al mismo tiempo, se ha vuelto más difuso. Ahora lo utilizamos para todo.
Estableció cinco principios o dominios fundamentales de la sostenibilidad, y hay uno que me desconcierta: el espiritual. ¿Podría explicarlos?
Si relacionamos [el término] con cómo es la relación humana con la biosfera, el concepto está anclado en un tipo particular de interacción entre una población y la capacidad de carga de un entorno. Puede tratarse de cualquier población y de cualquier entorno: los leones en la sabana o los humanos en el planeta. Ese equilibrio es dinámico y circular, porque el entorno define qué población es posible y esta, a su vez, impacta en el medio ambiente.
Ese equilibrio se ve afectado por diversos factores. Algunos son materiales o metabólicos, como el consumo de recursos y la generación de subproductos que deben absorberse, que son de naturaleza física. Y muchos otros que no lo son: el sistema político, lo institucional, lo social, lo financiero. No son físicos, son más abstractos, pero afectan ese equilibrio. Así que, cuando intenté analizarlos, pensé que sería conveniente agruparlos en dominios diferentes.
Está el dominio material, que se ocupa de lo material, la energía y la materia que subyace a la existencia. Está el dominio económico, que es el marco mediante el cual evaluamos nuestras acciones desde una perspectiva económica. Está el dominio social, que se pregunta cómo se organiza la sociedad. Y está lo que llamamos el dominio de la “vida”. No me gusta usar el término “medio ambiente” porque acentúa la idea de que el medio ambiente está ahí y nosotros estamos aquí, pero en realidad formamos parte de él. Por eso utilizo “dominio de la vida”. Al principio pensé que lo tenía claro, que estos eran los cuatro que lo componen.
Pero siempre sentí que faltaba algo y no lograba identificarlo hasta que me di cuenta de que era justo el que me pregunta usted: lo espiritual. ¿Por qué es importante? Porque lo espiritual es el valor; los demás tienen que ver con cómo haces las cosas, y lo espiritual es la razón principal por la que las haces.
Durante los años en que desarrollé ese marco, aún trabajaba con diferentes organizaciones como el Banco Mundial y compartía mis ideas con colegas que me decían: “Ni se te ocurra usar esa palabra, si quieres que te tomen en serio las empresas e instituciones, no hables de espiritualidad”. Supongo que no tenía suficiente confianza en mí mismo en aquellos años y por ello lo incluía o descartaba según el público. Hasta que me di cuenta de que el propósito de la existencia de la humanidad y del cosmos es realmente el centro, es lo que mantiene todo lo demás unido.
Puede ser una ingenuidad, pero creo que los humanos son básicamente criaturas espirituales y, en el fondo, se mueven intuitivamente por el deseo de alcanzar algo más grande que ellos mismos e incorporar en su visión un ámbito más amplio y completo. Este es básicamente el concepto de “bodhisattva” en el budismo: el humano que va más allá del ego para tomar cada vez mayor alcance en su consideración.
También estudió cibernética. ¿Qué le llevó a esa disciplina y cómo se fusiona con la arquitectura?
Cuando me gradué de la AA, después de todos los años con Fuller, me di cuenta de que no me dedicaría a la arquitectura. Y también de que los problemas que Fuller abordaba tenían que ver con la gestión de una realidad compleja con muchas variables. Durante mis primeros años en Londres, conocí a un cibernético británico muy interesante, Gordon Pask, quien por aquel entonces dirigía un fantástico y pequeño laboratorio llamado System Research.
Trabajaba intensamente en el desarrollo de una teoría cibernética del aprendizaje, sobre cómo se adquiere y qué le sucede a un sistema cuando aprende. Esto era en los años 60, así que la tecnología era muy diferente. Fue la misma historia: dio una conferencia y pensé: “¡Dios mío, esto es fantástico!”. Así que empecé a trabajar en System Research mientras era estudiante. Y gracias a esa asociación, conocí el pensamiento sistémico y la cibernética.
La cibernética estudia cómo los sistemas se organizan, se adaptan, evolucionan, aprenden y cambian con el tiempo. Me di cuenta de que en la teoría general de sistemas y la cibernética se estaba desarrollando una nueva epistemología para abordar la complejidad. Pensé: “Aquí tengo una herramienta para abordar la complejidad; debería hacerme con ella”. Y fue entonces cuando, mientras trabajaba con Fuller en Estados Unidos, decidí hacer un doctorado y Gordon me aceptó como estudiante e hice mi tesis en cibernética con él en la Universidad Brunel (Londres).
¿Qué motivó la creación en 2008 del Laboratorio de Sostenibilidad en Nueva York?
Cuando dejé Fuller, en Londres había un grupo dirigido por Stafford Beer, otro importante cibernético, que desarrollaba conceptos de cibernética aplicada a la gestión. Analizaba las organizaciones, una empresa, un gobierno, lo que fuera, como un organismo y se preguntaba cómo está estructurado y si esa estructura es patológica o funciona bien. Comencé a trabajar durante varios años como consultor, abordando la gestión de procesos de cambio en la arquitectura organizacional y el desarrollo de estrategias en sectores como la salud y las instituciones financieras, entre otros.
En la década de los 80 estaba participando en proyectos que empezaban a tratar la sostenibilidad. Comenzaron abordando cuestiones de desarrollo regional de gran envergadura, lo que pronto me llevó al corazón de las agencias multilaterales de desarrollo que, tras la Cumbre de Río de la ONU en 1992, definieron la sostenibilidad en sus propios términos. Como sabe, el “desarrollo sostenible” es aquel que atiende las necesidades presentes sin comprometer las de generaciones futuras. Una definición, por cierto, que nunca me gustó porque es muy difícil de implementar: suena muy bien, pero no es lo suficientemente rigurosa.
Tras Río, los principales organismos internacionales fueron los primeros en intentar internalizar el concepto de desarrollo sostenible. Por ello, trabajé como consultor en proyectos con el Banco Mundial, el Fondo Mundial para el Medio Ambiente, el Convenio Mundial sobre la Biodiversdiad y otros sobre estos temas, aportando una visión sistémica. Y por un tiempo fui muy feliz porque estaba justo en el corazón de todo este movimiento por la sostenibilidad.
Era la vanguardia, por así decirlo. Pero pronto percibí una enorme brecha entre la retórica de la sostenibilidad y lo que realmente sucedía sobre el terreno. Pensé que estaba perdiendo el tiempo porque las instituciones solo hablaban, pero no actuaban como es debido. Eso me llevó a una crisis profesional y decidí dejar de trabajar y pensar qué hacer a continuación. Fue entonces cuando me di cuenta de la transformación que la humanidad debe afrontar para encaminarse hacia la sostenibilidad. Es algo sin precedentes. No hay experiencia. No hay expertos. Nadie sabe cómo gestionar 10.000 millones de personas en el planeta de forma más o menos armoniosa, pacífica y abundante. No hay ninguna receta que puedas seguir. Hay que experimentar.
Necesita un laboratorio.
Eso era lo siguiente. ¿Dónde se experimenta? En un laboratorio. ¿Y qué necesita el planeta ahora? Después de 1992, se creó un consejo empresarial para el desarrollo sostenible que incluía a las empresas más grandes del mundo, incluidas las petroleras, y esas organizaciones tanto del sector privado como del público no estaban preparadas para ese tipo de transformación radical. El planeta necesitaba un laboratorio global para experimentación en sostenibilidad, y nadie lo estaba haciendo. Así que fue un poco ingenuo, porque no tenía recursos ni sabía nada, pero en 2008 establecimos el laboratorio.
¿Y qué apoyo recibió al principio?
Nada. Estaba sentado solo en mi habitación (risas). Pero lo interesante era el mensaje que intentaba transmitir: que si adoptas una perspectiva holística, sistémica y analizas cualquier problema —sin importar cuál sea— desde la perspectiva de los cinco principios, marcas la diferencia.
Si observamos las organizaciones que mencioné antes, hay departamentos para mujeres, para pesca, para medio ambiente, para esto, para aquello… Pero no quería definir el laboratorio por las áreas de cada problemática porque, en realidad, no importa: denme cualquier problema y si adopto una perspectiva sistémica y lo miro desde esa perspectiva, eso es lo que marcará la diferencia. Pero esa idea resultaba demasiado abstracta y ya en 2008 me di cuenta de que necesitábamos rápidamente un proyecto en algún lugar, donde fuera posible mostrar la aplicación de esos principios en la vida real.
Tuve acceso a la Universidad Ben-Gurión del Néguev (Israel) y me impresionó mucho la tecnología desarrollada allí para abordar diferentes aspectos de la vida en el desierto: gestión del agua, energía solar y muchos otros. Al mismo tiempo, conocí a la comunidad beduina del Néguev y pensé: “Aquí tenemos una situación tan imposible y tan difícil que, si podemos llevar a cabo un proyecto, cueste lo que cueste, realmente confirmará la idea del laboratorio”.
Fui afortunado, porque al investigar qué sucedía en la comunidad beduina, conocí a Mohamed Al-Nabari, alcalde de Hura, uno de los pequeños pueblos beduinos. Tenía una máster en química orgánica, algo muy inusual, y trabajó en el sector privado durante años hasta que decidió trabajar en la comunidad y se convirtió en alcalde. Se entusiasmó mucho con la idea que le planteé y así nació el Proyecto Wadi Attir, que se convirtió en el proyecto insignia del laboratorio.
Trabajando con esa comunidad, tratamos de desarrollar un modelo de agricultura sostenible en un entorno árido en colaboración con científicos de la universidad, pero produciendo innovación radical en cada una de las diferentes áreas: en lo social, lo comunitario, lo tecnológico… basada en el conocimiento y la tradición beduinas, pero potenciada con tecnología avanzada.
Y dos realidades diferentes trabajaron juntas, pues sin el Laboratorio tal vez la universidad y la comunidad beduina nunca se habrían unido.
De eso se trata: el laboratorio siempre actuó como el ADN de una idea y buscó los ingredientes necesarios. Y lo que impulsa la colaboración es el propósito. No se trata solo de decir “necesitamos crear una red de universidades e instituciones”, porque eso no lleva a ninguna parte.
Cuando te concentras en un problema, estás completamente atrapado por las condiciones actuales. Y si quieres algo nuevo, por definición no puedes producirlo con la situación actual. De lo contrario, ya habría existido. Así que se trata de lo que llamamos un enfoque de diseño, algo que Fuller defendía con vehemencia. Comienzas con la visión de lo que quieres lograr, aunque parezca una locura y todos te digan que es imposible. Y luego te preguntas qué necesitas para lograrlo: expertos en estas áreas, fondos, gente que participe… Y construyes la maquinaria para lograr ese propósito. No intentas alcanzarlo con lo que ya existe, pues eso generó el problema en primer lugar.
Ya que estamos en Canarias, tengo que preguntarle su diagnóstico sobre el estado de la sostenibilidad en las Islas.
Me da un poco de miedo hablar porque no quiero ofender a nadie. Pero hay tres cosas importantes. Primero, las Islas Canarias son un lugar fantástico y único en el planeta, y espero que no siga el camino del resto del mundo.
Segundo, hay mucha gente aquí que comprende los problemas, incluso si no son académicos. Entienden la sostenibilidad. Los agricultores de aquí producen alimentos orgánicos constantemente; conocen el asunto, aunque desconozcan la teoría. Así que hay mucho potencial y mucha gente en diferentes grupos trabajando. Mi impresión, al hablar durante los Global Sustainability Fellows [unos encuentros organizados por su Laboratorio de Sostenibilidad en los que participó la Universidad de La Laguna] fue que Canarias posee la capacidad y la comprensión, pero el sistema existente no aporta la cobertura necesaria. No pueden hacer lo que desean, así que hay un conflicto interno. Porque, admitámoslo, es una sociedad muy conservadora con una burocracia muy arraigada, con muchísimas regulaciones para todo. Y no se puede producir innovación, porque innovar significa romper las reglas. Así que este es el tercer componente.
Tienen un lugar único con la oportunidad de convertirse en un modelo mundial de desarrollo sostenible en ecología insular y ocupar un lugar destacado en la agenda global de sostenibilidad. Cuentan con el talento y la capacidad necesarios. Cuentan con un equipo científico excepcional, no solo de universidades, sino también del Instituto Astrofísico y otras entidades. Pero todo ello está fragmentado, no está integrado y carecen de la libertad para hacer lo que algunos saben que debe hacerse.
Así que existe un potencial y una capacidad únicos, pero también un marco que no fomenta la innovación. Incluso si se dice: “Apostaremos por la innovación, vamos a hacernos sostenibles”, existe un problema de gobernanza, no solo gubernamental, sino incluso en la universidad. Si se quiere hacer algo en la universidad, existen tantas regulaciones que, al final, se pierde el tiempo justificando la compra de un ordenador en lugar de aprovechar los recursos y experimentar.
¿Cuáles cree que son los principales retos de nuestro territorio?
Creo que existen varios desafíos importantes. Uno de ellos es el modelo económico básico, que debe desarrollarse. No se puede depender del sector público tanto como sucede en algunas islas. No se puede depender únicamente de la agricultura, de la exportación de plátanos o productos similares. Hay que empezar a desarrollar una industria del conocimiento que se ubique de forma independiente, que no necesite recursos, como en Singapur.
Porque, según tengo entendido, la calidad de los estudiantes que salen de las universidades de aquí es muy alta, pero no se quedan, se van a otro lugar porque no hay oportunidades; no van a cultivar plátanos después de estudiar inteligencia artificial. Es fundamental crear un nuevo modelo económico diverso, que no dependa de uno o dos sectores, como ocurre aquí.
También hay que abordar los problemas de seguridad alimentaria y, para apoyar la innovación, hay que invertir en la propia infraestructura: cómo se produce la energía, cómo se gestionan el agua y los residuos, cómo es el transporte y, por supuesto, el desarrollo urbano como concepto ecológico en sí mismo. ¿Se va a permitir que la expansión urbana se produzca de forma aleatoria o se incorporan principios de sostenibilidad en la planificación? Estos son los factores que deben confluir para producir la innovación que podría convertir a Canarias en un modelo para el mundo.
Pero eso requiere una estructura de gobernanza completamente diferente. Porque aquí existe una jerarquía: el gobierno de cada isla, el de Canarias, el de España y, finalmente, el de la UE. Cada uno con sus asuntos, así que es muy difícil moverse en libertad. Esta es la pregunta creativa que el gobierno debe responder: cómo crear más espacio para la libertad de expresión, no en un sentido político, sino en el de que la gente puede experimentar, hacer cosas de verdad y dar en el clavo y, si hay cien experimentos y solo uno se convierte en algo importante, eso es lo que determinará el futuro de este lugar.
¿Cuál cree que es el papel de la academia en el problema de la sostenibilidad?
La academia debe pasar por el mismo tipo de reforma y comprender que su función es apoyar nuevas ideas e innovaciones, en lugar de imponerlas a la fuerza. Sé que se requiere disciplina en el área de enseñanza, se necesitan cursos, pero la academia debe fomentar la integración conceptual en lugar de la especialización. Ese es parte del problema: todo se define por pequeños detalles y el pensamiento sistémico no es un componente importante en la academia actual.
No se pueden abordar los problemas complejos del mundo sin la capacidad de pensar sistémicamente. Es imposible, porque entonces siempre nos centramos en una cosa pequeña tras otra, pero el todo nunca es una simple suma de las partes, sino una sinergia, lo que surge de la interacción. El mundo académico debe ser más audaz a la hora de fomentar la verdadera innovación; debe estar a la vanguardia de la innovación en lugar de repetir lo ya conocido.
En términos simples, es evidente que la mayoría de los mecanismos y formas de hacer las cosas que tenemos provienen de un pasado lejano, cuando la condición de la humanidad en el planeta era completamente diferente, no había ni mil millones de personas en el planeta, había escasez y todos competían por el agua y otros recursos… Así pues, existen mecanismos de gobernanza y conceptos de lo financieros que evolucionaron mucho antes de la Revolución Industrial. Ahora tenemos algo completamente diferente y estamos intentando gestionarlo con tradiciones que pertenecen a la época medieval, así que necesitamos replantearlo todo. No hay otra salida, y esto no es una crítica a lo existente; no digo que el gobierno sea malo, digo que el gobierno tiene que ser más creativo. ¿Cómo? No lo sé, pero tiene que encontrar la manera.
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